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¿Por qué, Argentina?

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MARTÍN AGUIRRE
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El lector dirá: “¡Nooo! Otra columna sobre Maradona!”. Pero, ¿qué más se puede decir sobre Maradona que no hayan dicho otros ya, antes y mejor? Solo que para el autor de estas líneas, fue el mejor futbolista de todos los tiempos.

Y eso es mucho porque en el fútbol, a diferencia de otros deportes, lo definitivo no es la técnica, la potencia, la concentración. Messi, Ronaldo, Matthäus, Recoba, no tenían tanto que envidiarle en esos campos.

Si esto fuera un programa radial deportivo, tal vez hablaríamos de “fuego sagrado” u otra de esas estupideces. Pero para llegar a lo que llegó Maradona en este deporte injusto y caprichoso, se precisa una ambición, un liderazgo, una capacidad de transmitir, como no se ha visto, ni antes ni después.

Puede que sea generacional, porque... qué frustrante intentar contagiar algo de eso que lleva a que incluso a un cínico periodista de mediana edad se le humedezcan los ojos con el video en el que Maradona domina imposiblemente una pelota al ritmo de esa canción infame “Live is life”, a un hijo de 11 años que lo mira estoico mientras espera esos eternos cuatro minutos para irse corriendo a ver a un youtuber boliviano.

¡Pero no! Acá queremos hablar de otra cosa, y es de todo lo que vino después. Esa orgía emotiva descontrolada en el velorio del astro futbolístico. Y que quedó resumida a la perfección en una foto de La Nación, donde en medio del caos, las pedreas, los botellazos, dos hombres suben de los brazos a un niño de no más de 6 o 7 años, con la camiseta 10, para escalar las rejas que buscan contener a la turba en el ingreso a la Casa Rosada.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué pasa en la cabeza de un padre que expone así a su hijo? Y hablamos de un hecho que ocurre en un país arrasado por una pandemia, donde los niños llevan casi un año sin poder ir a la escuela, donde no se puede cruzar de provincia a despedir a un familiar agonizante. Un país donde el presidente le enrostra un exceso de represión a un rival político, cuando una turba descontrolada destruye su propio palacio de gobierno.

No queremos ser chauvinistas ni prejuiciosos, pero este episodio parece ser el cenit del proceso de derrumbe de una sociedad que lleva décadas enamorada de un culto a todos los excesos emotivos posibles. Y donde apelar al razonamiento o al sentido común es visto casi como un pecado nacional.

Mientras cumplíamos con el ritual de consumir horas de Crónica TV, tal vez el núcleo duro de esta argentinidad que nos apasiona y nos da terror, no podíamos dejar de pensar: ¿en qué momento un país como Argentina cayó en esto?

Porque Argentina, durante muchos años, supo ser realmente un país de avanzada. Un país próspero, que recibió y dio sustento a millones de inmigrantes. Que tuvo premios Nobel, Óscares, artistas, científicos, una masa crítica intelectual que rivaliza con las mayores potencias del mundo.

Y lo más tenebroso es que no ha sido solo Argentina. Tenemos en nuestro continente otros ejemplos de este desbarranque. Venezuela, otra potencia convertida en Estado fallido liderado por un dictador que habla con los pájaros y anuncia que inventó un té mágico que derrota al coronavirus. A otro nivel podemos mencionar a México, con sus problemas de violencia y corrupción estructural. O incluso Perú, el país que fue capital continental cuando la colonia, y pese a una década de crecimiento económico récord, se hunde en una crisis con tres presidentes en una semana.

Lo que asusta de esto es que no parece pasar en otros continentes. Por lo general, la historia muestra que cuando las naciones llegan a determinados niveles de desarrollo, de masa crítica intelectual, es raro ver estos derrumbes.

Usted dirá: Estados Unidos acaba de pasar por Trump. Sí, es verdad. Pero justamente, la institucionalidad de un país sólido es la que permitió que esa sociedad encapsulara y neutralizara no solo a Trump, sino al malestar social profundo que le dio razón de ser. Porque Trump no salió de un huevo.

Hace algunos años ya, con Pancho Faig escribimos un libro para el cual hablamos con muchos referentes políticos y culturales de América del Sur. Y la palabra que siempre nos quedó flotando, como la única receta medianamente confiable para asegurar un desarrollo sostenido, o al menos esquivar ciertas hecatombes, fue esa: instituciones. Formalidades que ponen coto a las pasiones desbordantes que terminan tirando todo a la hoguera, en cada tropezón que tiene un país en su historia.

El problema es que las instituciones son aburridas. En el continente de García Márquez, de Hugo Chávez, de Escobar y de Diego Armando Maradona, el aburrimiento es el peor pecado imaginable. Y las instituciones son esa cosa almidonada que nos incomoda, mientras vamos buscando un líder providencial, un caudillo que nos salve y nos redima.

Tal vez ese sea el diferencial que todavía protege a Uruguay de algunas de las cosas que vemos en la vuelta. Y que hay que cuidar todos los días.

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