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Palabras y horrores

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Comparar es un arte difícil, sobre todo si intentamos hacerlo entre tiempos y contextos muy diferentes. Pero algo de lo que está ocurriendo en la región parece inscribirse en una larga historia de infamia.

Comparar es un arte difícil, sobre todo si intentamos hacerlo entre tiempos y contextos muy diferentes. Pero algo de lo que está ocurriendo en la región parece inscribirse en una larga historia de infamia.

En el inicio de esa historia está el nazismo. Una de las razones por las que este régimen llegó a convertirse en algo así como el paradigma del mal es que no solo hizo cosas horribles, sino que las dijo. Basta leer algunas páginas de Mein Kampf o casi cualquier discurso de Hitler para saber que se está ante un fanático xenófobo y racista.

Más o menos al mismo tiempo, los llamados “socialismos reales” dieron un giro. Mao, el histórico líder comunista chino, mató a mucha más gente que la que mató Hitler. Sus políticas demenciales y sus prácticas represivas llevaron a la muerte a una cifra que oscila entre 50 y 70 millones de personas. Para tener un punto de referencia, la Segunda Guerra Mundial llevó a la muerte a unos 50 millones, considerando la población civil y las bajas de todos los bandos. Las muertes causadas por Stalin son todavía objeto de debate, debido a la dificultad para acceder a la información. Pero las estimaciones más moderadas rondan los 20 millones.

A diferencia del nazismo, los crímenes cometidos por los “socialismos reales” no iban envueltos en un lenguaje repugnante, sino en un lenguaje admirable que hablaba de libertad, justicia y paz mundial. Esa innovación trajo enormes réditos a aquellos tiranos. Mucha gente fue engañada en su buena fe. Otros tuvieron más fácil la tarea de justificar durante décadas lo que era absolutamente injustificable.

Este quiebre entre lo que se hace y lo que se dice parece repetirse ahora en nuestra región. Con la diferencia de que las palabras bonitas ya no se usan para tapar masivos crímenes de sangre, sino para esconder la peor corrupción. El chavismo en Venezuela, el PT en Brasil y el kirchnerismo argentino construyeron su llegada al poder, y se mantuvieron largos años en él, apoyados en una retórica que hablaba de justicia, de inclusión social y de derechos humanos. Pero hoy hasta el más distraído sabe que detrás de esas palabras se había montado el sistema de latrocinio más gigantesco y sistemático que conoció América Latina. La corrupción existió siempre en nuestro continente, pero estos gobiernos progresistas la sacaron de su fase artesanal y la industrializaron. El costo, desde luego, lo están pagando los más pobres.

Queda por saber si estos regímenes progresistas son los únicos que montaron este gigantesco operativo de corrupción, o si lo mismo pasó en otros países de la región. Pero hay un efecto que está claro: las palabras nobles que estos regímenes usaron hasta el cansancio sufrieron una inevitable devaluación. La expresión “derechos humanos” ya no suena en muchos oídos como sonaba antes de que quedara envuelta en el discurso envenenado de Hebe de Bonafini. La expresión “justicia social” ya no suena como cuando Lula la usaba hace veinte años. La palabra “dignidad” se vuelve ridícula cuando es pronunciada por Nicolás Maduro.

Esta consecuencia parece poca cosa al lado de los miles de millones de dólares que fueron robados en la región durante la “era progresista”. Pero el problema es más grave de lo que parece. Nuestro próximo riesgo es que grandes masas de latinoamericanos se hundan en una ola de feroz escepticismo hacia la política.

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Pablo Da Silveira

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