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Voluntad sin libertad

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Pablo Da Silveira
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El gobierno representativo es una de las grandes innovaciones políticas de la modernidad.

El proceso empieza en plena Edad Media y se consolida en el siglo XVII, con la instalación del "Parlamento largo" en Inglaterra. De allí nacen el Poder Legislativo tal como lo conocemos, los partidos políticos y las elecciones periódicas de representantes.

Solo dos grandes pensadores políticos se opusieron a lo que estaba ocurriendo. Uno fue Hobbes. El otro fue Rousseau. Ambos veían a la diversidad de opiniones y a la competencia por el poder (es decir, a lo que hoy llamamos "pluralismo") como una patología a ser extirpada. En este sentido, Fidel Castro actuaba como su heredero cuando hablaba de "pluriporquería".

Las alternativas que propusieron fueron muy diferentes entre sí. Hobbes apostaba a la monarquía absoluta. Rousseau esperaba que la unidad superadora del disenso surgiera de un régimen asambleístico similar a lo que hoy se llama "democracia radical de base" o, en algunas de sus versiones, "democracia deliberativa". Pese a esa enorme distancia, los dos fueron enemigos del gobierno limitado, es decir, apostaron a un ejercicio del poder político que no estuviera sujeto a controles.

El modelo político propuesto por Rousseau no es fácil de entender. No quería que hubiera representantes, sino ciudadanos que decidieran por sí mismos al estilo de la antigua Grecia. Pero lo proponía en la Francia del siglo XVIII, donde vivían millones de habitantes. Eso abrió una larga discusión acerca de si estaba proponiendo un modelo a ser aplicado, o un ideal desde el cual evaluar la realidad. Pero el punto es que, aun si lo consideramos un ideal, se trata de uno muy problemático.

Para Rousseau, el gran objetivo de la vida política es lograr que se exprese la "voluntad general". Ese concepto no es sinónimo de voluntad de la mayoría, sino de una voluntad mayoritaria que se expresa en ciertas condiciones. Una de ellas es la inclusión (todos los ciudadanos deben poder participar) aunque se trata de una inclusión que deja afuera a las mujeres. Otra es que exista la más amplia deliberación. Otra es que solo se delibere sobre temas generales. Otra es que la decisión favorezca el bien común.

El problema con estas condiciones es que es difícil ponerse de acuerdo acerca de si se han cumplido o no. De modo que Rousseau termina proponiendo un criterio mucho más práctico: la mejor prueba de que la voluntad general se ha expresado es que la decisión tenga el respaldo de una mayoría amplia. Cuanto más fragmentada la opinión, más lejos estamos de la voluntad general.

En una sociedad rousseauniana, los disidentes quedan desamparados frente a una mayoría que se siente expresión de la voluntad del pueblo. Peor aún, quedan bajo la sospecha de estar actuando en función de intereses particulares y de ser responsables de romper la unanimidad. Una mayoría que delibera en libertad no se equivoca. "Si la opinión contraria a la mía resulta triunfadora —dice Rousseau— eso solo prueba que yo me había equivocado". Por eso, "quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a hacerlo", lo que significa que "se lo obligará a ser libre".

La filosofía de Rousseau habla mucho de libertad, pero en los hechos proporcionó la justificación para el despotismo de una mayoría que decide sin límites y se vuelve un gobernante tan absoluto como el monarca de Hobbes.

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