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La unidad de la izquierda

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Pablo Da Silveira
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Que el "problema de los cincuentones" se haya convertido en una prueba de fuego para la interna del Frente Amplio es un hecho asombroso que nadie pronosticó.

Pero más asombrosa todavía es la naturalidad con la que, planteado el problema, se descarta una posible solución. Ni en este caso, ni en el del TLC con Chile, ni en muchos otros semejantes, el gobierno juega la carta de obtener una solución razonable (y por lo tanto beneficiosa para el país) por la vía de recurrir al voto parlamentario de la oposición.

Que una parte de los legisladores del oficialismo no vote una propuesta del gobierno está dentro de lo que puede pasar en un régimen presidencialista o semi-presidencialista. Las votaciones parlamentarias divididas son un fenómeno usual, y a veces hasta se convierten en método de gobierno (piénsese en cómo gobernó durante años el socialista francés François Miterrand, tan admirado por nuestro presidente Tabaré Vázquez). Esas situaciones no son ciertamente la panacea para ningún partido, pero forman parte de ese juego que llamamos "división de poderes".

Para la cultura frenteamplista, en cambio, lo normal es que el partido de gobierno vote siempre sin fisuras e, idealmente, sin necesidad de votos ajenos. Si otros votos se suman, la expectativa es que se haga por adhesión incondicionada. Pero el lugar para debatir y acordar no es el Parlamento, sino la interna del Frente Amplio.

Hasta cierto punto, y como es obvio, esto se debe a que el partido de gobierno tiene mayoría parlamentaria propia. Pero en la cultura de nuestra izquierda hay algo más. La idea de fondo es que sólo ellos representan los intereses genuinos del pueblo, mientras que los demás representan intereses espurios o inercias históricas a superar. Por eso, la idea de que la izquierda debe actuar en bloque y nunca alinearse con otras fuerzas es mucho más que una regla estratégica para conseguir mejores resultados. Se trata de un verdadero tabú, es decir, de una prohibición que no puede ser matizada, ni condicionada, ni mucho menos sometida a discusión. De ahí el pánico que algunos sienten ante la posibilidad de ser acusados de debilitar la unidad de la izquierda.

Esta dinámica es mala para el país, porque nos deja a todos prisioneros de lo que se decida en una interna que excluye a la mitad de los ciudadanos. También es mala para el gobierno (y en especial para el presidente de la República) porque lo convierte en rehén de quien controle la interna frentista (algo que ni siquiera refleja la opinión mayoritaria entre los votantes del Frente Amplio, ya que inciden ficciones políticas como la opinión de "las bases"). Y finalmente perjudica a quienes quedan en minoría en esa interna, que una y otra vez quedan reducidos a la insignificancia por la llamada "disciplina partidaria".

El dogma de la unidad de la izquierda (y su correlato leninista, el llamado "centralismo democrático") son el instrumento más formidable con el que cuentan las minorías intensas dentro del Frente Amplio para maniatar al frentismo democrático, a los gobiernos del Frente Amplio y, finalmente, al sistema político en su conjunto. Se trata de una de las ideas más dañinas de las muchas ideas dañinas que conforman la cultura política del "progresismo".

El Uruguay tendrá una izquierda más democrática cuando dentro de ella aparezca gente con el coraje para desafiarla.

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