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Teatro y libertad

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Pablo Da Silveira
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La ya famosa entrevista a Franklin Rodríguez en el semanario Voces sigue generando olas. 

Cuando parecía que todos los disparates habían sido dichos, el 27 de julio apareció un nuevo comunicado de la Sociedad Uruguaya de Actores (SUA) donde se intenta explicar por qué decidieron suspenderlo durante seis meses.

El comunicado afirma que "en la larga trayectoria de este sindicato nunca se ha sancionado ni se sancionará a un afiliado por su opinión". Pero resulta que Franklin Rodríguez sí fue sancionado. ¿Cuál fue el motivo, entonces? El comunicado explica que no fue a causa de sus opiniones, sino "por agravios públicos vertidos hacia su sindicato".

De modo que la sanción adoptada por el SUA sí tiene que ver con lo que dijo Franklin Rodríguez. Solo que sus dirigentes creen poder distinguir entre opiniones respetables y agravios públicos que justifican "sancionar a un afiliado".

Al dar esta respuesta, la conducción del SUA demuestra entender muy poco sobre la libertad de expresión. Y demuestra al mismo tiempo tener muy poca cultura histórica, porque inadvertidamente da la respuesta que han dado siempre los represores: censurar en general está mal, pero hay ciertos casos que no pueden ser tolerados. Y, casualmente, yo soy el indicado para identificarlos.

El problema con este punto de vista es que da por resuelta una cuestión que está siempre en debate en una sociedad plural: ¿qué es exactamente lo que constituye un agravio? Para algunos es agraviante que se ignoren sus títulos nobiliarios (exigen que se les diga "su señoría", y no "señor"). Otros se sienten agraviados si su interlocutor dice "señora ministro" en lugar de "señora ministra". A otros les pasa al revés. Unos se sienten agraviados si se habla en forma irrespetuosa de Dios o las religiones establecidas. Otros se escandalizan si se les obliga a respetar límites en ese terreno.

No es que no haya ningún acuerdo general. Está claro, por ejemplo, que la apología del delito no está protegida por la libertad de expresión. Pero el punto es que no hay acuerdo sobre lo que diferencia a una crítica dura de un agravio, o sobre los límites exactos que definen un tratamiento respetuoso hacia las convicciones ajenas (¿dibujar a Mahoma es un insulto?). Cualquiera que quiera zanjar estas cuestiones a su criterio, y acompañarlas de alguna práctica sancionatoria, cae bajo la sospecha de estar imponiendo sus propias opiniones.

Lo anterior implica que respetar la libertad de expresión tiene un costo: si realmente queremos practicarla, tenemos que estar dispuestos a soportar a quienes se aprovechen de ella para decirnos cosas que nos resulten hirientes, injustas, ofensivas y hasta canallescas. Ciertamente podemos responder cada vez que queramos, pero lo que no podemos es limitar la libertad de expresión ajena con ese fundamento.

Nuestro apego a la libertad de expresión solo se muestra cuando nos dicen cosas que no nos gustan. Ni el más intolerante de los dictadores tiene razones para silenciar a quien lo elogia. Lo difícil es abstenerse de todo impulso represor cuando nos dicen cosas que preferiríamos no tener que escuchar, y por buenas razones.

La dirigencia del SUA ha demostrado tener una pobre comprensión del concepto de libertad de expresión y una igualmente pobre conciencia histórica.

Es algo grave, tratándose de quienes se presentan como "gente de la cultura".

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