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Sacarse el balde

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Una particularidad del debate de ideas en Uruguay es el encierro que sufre desde hace décadas. Mientras el mundo discute y modifica las maneras de entender la realidad y de influir sobre ella, aquí se sigue escuchando una retórica tributaria del marxismo clásico y de sus intérpretes de los años 60.

Una particularidad del debate de ideas en Uruguay es el encierro que sufre desde hace décadas. Mientras el mundo discute y modifica las maneras de entender la realidad y de influir sobre ella, aquí se sigue escuchando una retórica tributaria del marxismo clásico y de sus intérpretes de los años 60.

En este contexto, someter a crítica una idea como la de clase social parece una herejía perversa. Pero alcanza con mirar más lejos para ver que no es una rareza. Lo raro es tratar conceptos como el de clase social o el de interés de clase tal como lo haríamos si viviéramos en el siglo XIX.
Otra idea falsa es que las críticas a esos conceptos son “de derecha”. En realidad, varios de sus críticos más severos son intelectuales de izquierda que aspiran a pensar con claridad. Esto pasa con figuras actuales como Jon Elster, pero también con otras anteriores.

El británico Bertrand Russell es un buen ejemplo de todo esto. Russell no solo fue uno de los más grandes filósofos del siglo XX, sino también el prototipo del intelectual progresista. Su militancia anti-imperialista, su oposición a la guerra de Viet Nam y sus campañas a favor del desarme nuclear lo enfrentaron al gobierno de su país y al de Estados Unidos. Pero sus simpatías hacia el socialismo no le impedían pensar con cabeza propia. Por eso fue un duro crítico de las debilidades teóricas de Marx y de su antecesor Hegel.

En 1950 (el año en que ganó el Premio Nobel), Russell publicó una obra titulada “Ensayos impopulares”. El primer texto que compone ese libro es un feroz ataque a la ortodoxia hegeliano-marxista.

“La filosofía de Hegel -dice Russell- es tan extraña que nadie habría podido esperar que los hombres cuerdos la aceptaran. Pero él (…) la expresó con tanta oscuridad que la gente pensó que debía de ser profunda. Esa filosofía puede ser fácilmente explicada con palabras sencillas, pero en ese caso su absurdidad se vuelve evidente”.

Tras resumir lo que a su juicio es el núcleo de la filosofía hegeliana, Russell escribe: “De su metafísica se sigue que la verdadera libertad consiste en la obediencia a una autoridad arbitraria, que la libre expresión es un mal, que la monarquía absoluta es buena, que el estado prusiano era el mejor que existía en la época (…)”.

A Russell le asombra que semejante sistema filosófico haya tenido seguidores. Pero “lo más curioso fue su efecto sobre Marx, quien adoptó algunos de sus dogmas más fantásticos, especialmente la creencia de que la historia se desarrolla según un plan lógico y trata, como la dialéctica puramente abstracta, de encontrar formas de evitar la contradicción interna. En una gran parte de la tierra, uno puede ser eliminado si pone en duda ese dogma. Y eminentes intelectuales occidentales, que simpatizan políticamente con Rusia, muestran su simpatía utilizando la palabra «contradicción» en formas que no puede aprobar ningún lógico que se respete”.

Uno puede coincidir o discrepar con Russell, pero lo que no debería ignorarse es que hace más de un siglo que se discute sobre las debilidades teóricas del marxismo, del mismo modo que se discute sobre las debilidades de cualquier otra doctrina.

Y en el mundo ya casi nadie habla como si ese debate no existiera. El espectáculo de José Mujica atacando al Poder Judicial en nombre de los intereses de clase sugiere que la noticia no termina de llegar a estas costas.

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Pablo Da Silveira

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