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PABLO DA SILVEIRA
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En una América Latina convulsionada, los uruguayos nos aprestamos a ir a las urnas sin grandes dramas.

Será el final de un proceso electoral auténticamente competitivo, es decir, un proceso en cuyo inicio nadie podía anticipar con seguridad cuál sería el resultado (algo que los cubanos no conocen desde hace muchísimas décadas, primero a causa de la dictadura de Fulgencio Batista y luego a causa de la dictadura dinástica de los Castro). Y se trata de un proceso controlado por una autoridad electoral dotada de alta legitimidad, cuyo funcionamiento es debidamente auditado (algo que ha quedado fuera del alcance de los venezolanos y de los bolivianos).

Una vez contados los votos, los uruguayos enfrentaremos el desafío de concretar una transición ordenada, que probablemente no solo implique un cambio de gobierno sino también un cambio de partido de gobierno (o al menos eso indican hoy las encuestas). Si esos pronósticos se confirmaran, esa rotación traería aparejados otros cambios que modificarían la dinámica política: habríamos pasado de tener un gobierno sostenido por una bancada parlamentaria propia, a tener un gobierno sostenido por una bancada multipartidaria.

Como en general ocurre en las sociedades democráticas, el clima de la transición dependerá en gran medida de la actitud que adopte quien haya perdido. Reconocer la legitimidad del resultado (a menos que se tengan pruebas firmes de irregularidades) es el primer paso en la dirección correcta. El segundo paso es reconocer que quien haya ganado tiene derecho a servirse de los resortes institucionales para convertir sus propuestas en decisiones de gobierno.

También es necesario mantener la ecuanimidad respecto de las reglas de juego. Si la legislación electoral no fue cuestionada cuando se ganaba, o simplemente cuando se decidió participar, no es válido objetarla luego de haber perdido. De manera más profunda aún: si el funcionamiento general de la democracia no era cuestionado cuando se tenía la mayoría, no es responsable ni leal poner en duda su legitimidad cuando se la ha perdido.

En el caso de que efectivamente se concrete un cambio de partido de gobierno, las responsabilidades del que pierde son aún mayores: facilitar el acceso a información a los miembros de la futura administración, asegurar el normal funcionamiento del aparato del Estado durante los meses que nos separan del primero de marzo, garantizar la seguridad de quien asumirá la titularidad del Poder Ejecutivo, aunque sea una persona de otro partido.

También hay desafíos para el que gana. Y, una vez más, esos desafíos son más exigentes en el caso de que haya un cambio de partido de gobierno. Quien ganó debe seguir tratando con respeto a quienes todavía conducen las instituciones. Quien ganó debe abstenerse de crear un clima de persecución o revanchismo.

Quien ganó debe ejercitar la paciencia y saber que, si bien ya ha sido ungido por el voto popular, todavía no está en posición de tomar el control de las instituciones.

Todo esto forma parte de los procedimientos normales en una democracia. Pero, en la América Latina de estos días, la normalidad se está volviendo penosamente poco frecuente (piénsese en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Chile, Nicaragua…). En este contexto, los uruguayos tenemos la oportunidad de dar una vez más una muestra cabal de convivencia civilizada y de espíritu democrático.

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