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El primer izquierdista

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Pablo Da Silveira
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Las palabras "izquierda" y "derecha" no tuvieron significado político hasta fines del siglo XVIII (es decir, anteayer).

Como se sabe, ese uso nació durante la Revolución Francesa, para diferenciar a dos bancadas en la Asamblea Nacional. Originalmente solo querían decir: "los que se sientan a la derecha" y "los que se sientan a la izquierda" de quien presidía la sesión. Entre esas dos bancadas había diferencias políticas que explican el uso posterior.

Si pudiéramos preguntar a un antiguo griego o romano si eran de izquierda o de derecha, simplemente no entenderían la cuestión. Tampoco la entenderían Maquiavelo, Hobbes, Locke, Montesquieu ni Adam Smith. Se trata de una distinción que tuvo su época de oro durante apenas 200 años: los que van de 1789 a la caída del muro de Berlín.

Jean-Jacques Rousseau tampoco conoció ese uso. Su muerte ocurrió en 1778, es decir, once años antes del inicio de esa revolución que él contribuyó a impulsar. Sin embargo, puede sostenerse que Rousseau fue el primer izquierdista.

Muchas de las ideas y enfoques que en los últimos dos siglos se han identificado con la izquierda aparecen en sus escritos. Por ejemplo, la centralidad del pueblo como actor político fundamental, y la idea de unidad del pueblo como paradigma de salud política. O la defensa de la participación como mejor manera (o única manera válida) de ejercer ciudadanía. O la desconfianza hacia los intereses particulares. O la tendencia a moralizar la política, de tal modo que quienes coinciden políticamente conmigo son la parte sana de la sociedad, y quienes discrepan no son solo mis adversarios políticos sino la parte corrupta del cuerpo social. O, en continuidad con casi todo lo anterior, la desconfianza hacia el normal funcionamiento de las instituciones y la apuesta a una política refundacional, que construya una nueva era de convivencia sustentada en la voluntad colectiva.

En Rousseau también encontramos la raíz de muchos de los excesos que diferentes regímenes de izquierda han cometido a lo largo del tiempo: el uso del poder del Estado para imponer comportamientos y creencias; la intolerancia hacia quienes defienden otros modelos políticos y económicos; la persecución de disidentes ("contrarrevolucionarios", "gusanos") y la eliminación de libertades individuales en nombre de la unidad del pueblo.

Naturalmente, no podemos responsabilizar a Rousseau de los excesos y horrores cometidos durante 200 años. La responsabilidad directa recae sobre quienes tomaron las decisiones. Pero la continuidad entre lo que Rousseau pensó y las justificaciones que otros dieron para defender sus actos nos recuerda al menos dos cosas.

La primera es que las ideas tienen mucha más influencia en los asuntos humanos que lo que a veces pensamos. La segunda es que uno tiene que hacerse responsable de lo que piensa, dice y escribe. Hay ideas que hicieron sufrir o mandaron a la muerte a millones de personas. Y aunque el que las pensó no tenga una gota de sangre en sus manos, no puede desentenderse de lo ocurrido.

Este papel jugado por Rousseau ya fue señalado a principios del siglo XIX por Benjamin Constant, uno de los pocos intelectuales liberales que tuvo Francia. "Aquel genio sublime al que animaba el más puro amor a la libertad —dijo Constant en 1819— proporcionó funestos pretextos a más de una forma de tiranía".

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