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Políticos y académicos

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Un académico es alguien que dedica su vida a investigar, publicar y enseñar. Contra lo que puede creerse cuando se mira de lejos, en esa vida hay un fuerte elemento de competencia: un académico compite con otros académicos, ya sea por prestigio o por posiciones institucionales.

Un académico es alguien que dedica su vida a investigar, publicar y enseñar. Contra lo que puede creerse cuando se mira de lejos, en esa vida hay un fuerte elemento de competencia: un académico compite con otros académicos, ya sea por prestigio o por posiciones institucionales.

Un político es alguien que compite con otros políticos para obtener apoyos de la ciudadanía. Luego se sirve de esos apoyos para impulsar decisiones y estrategias que impacten sobre el funcionamiento de la sociedad.

Se trata de dos profesiones muy diferentes, pero entre ellas siempre ha existido una frontera porosa. Muchos académicos han encontrado atractiva la idea de influir sobre las decisiones políticas, ya sea asumiendo el carácter de asesores, ocupando cargos con fuerte contenido técnico o convirtiéndose en políticos ellos mismos. Muchos políticos, por su parte, han encontrado atractiva la idea de fortalecer los lazos con el mundo académico, con el fin de mejorar la calidad de sus propuestas y su propio desempeño personal.

No hay en esto nada de nuevo. Ya en 1918, Max Weber publicó dos célebres conferencias que suelen editarse bajo el título conjunto de “El político y el científico”, en las que reflexiona acerca de las tensiones existentes entre esos dos mundos.

Y las tensiones sin duda existen, hasta el punto de que ambas partes tienen que hacer un esfuerzo para entenderse con la otra. Eso se debe en parte a que políticos y académicos tienen lógicas de trabajo diferentes. El político es por definición un constructor de acuerdos. Sólo si logra hacer converger opiniones inicialmente distantes podrá impulsar propuestas transformadoras. El académico, en cambio, cultiva el desacuerdo. Es en el choque de ideas y en la crítica entre colegas donde los problemas muestran toda su complejidad y donde puede esperarse que surjan respuestas sofisticadas. Para un académico de raza, la frase “estoy en desacuerdo con usted” sólo genera satisfacción profesional.

Para un político, en cambio, se trata de una dificultad a superar.Hay otra diferencia importante entre ambos mundos. Uno de los principales talentos que debe tener un político es un agudo sentido de la factibilidad. Ninguna sociedad está dispuesta a aceptar cualquier cambio en cualquier momento. Independientemente del valor que tenga cada propuesta, en todo tiempo hay un límite que distingue a las iniciativas realizables de aquellas que no lo son. El talento del político con voluntad transformadora consiste en saber cuánto puede acercarse al límite de la resistencia a la innovación.

La tarea del académico no consiste en realizar a corto plazo lo que hoy es factible, sino en volver factibles a mediano plazo iniciativas que hoy no lo son. Su función consiste en lanzar ideas, aun sabiendo que en el momento de hacerlo va a estar en minoría y aun en soledad. Lo que lo mueve es la esperanza de que, si la idea realmente es valiosa, llegará un momento en que la sociedad (y los políticos) dejarán de verla como exótica y considerarán la posibilidad de ponerla en práctica. Pero eso nunca pasará si alguien no rompe el fuego.

Políticos y académicos se necesitan mutuamente. Se trata de dos profesiones igualmente respetables, cada una con su propia capacidad de aporte. Del hecho de que logren trabajar en conjunto depende en buena medida la capacidad de cambio de una sociedad.

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Pablo Da Silveira

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