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Política y máscaras

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El fenómeno no es exclusivo de esta campaña, pero esta vez aparece con más claridad que nunca: a medida que se acerca la fecha de las elecciones (y en proporción directa a los temores de derrota que crecen en el oficialismo) arrecian los operativos destinados a mostrar quiénes son realmente los opositores. Hay que conseguir desenmascararlos. Hay que sacarles la careta. Hay que obligarlos a “mostrar la hilacha”.

El fenómeno no es exclusivo de esta campaña, pero esta vez aparece con más claridad que nunca: a medida que se acerca la fecha de las elecciones (y en proporción directa a los temores de derrota que crecen en el oficialismo) arrecian los operativos destinados a mostrar quiénes son realmente los opositores. Hay que conseguir desenmascararlos. Hay que sacarles la careta. Hay que obligarlos a “mostrar la hilacha”.

El procedimiento empleado es simple. La primera etapa consiste en la búsqueda o en la generación de “la frase infeliz”. Puede tratarse de un traspié real, de una afirmación sacada de contexto, de una interpretación tendenciosa o de una zancadilla cuidadosamente organizada. Lo importante no es eso, sino contar con la materia prima necesaria para pasar a la segunda fase.

Esta consiste en mostrar que ese episodio es “la prueba” (o, al menos, una prueba más) de cuáles son las verdaderas intenciones de los opositores. Aunque lo oculten con un discurso artificial, aunque manipulen a la opinión pública, sus intenciones siempre son perversas: o quieren hacer algo diferente de lo que declaran, o están fingiendo ser capaces de gobernar cuando en realidad no lo están (porque sólo una fuerza política puede hacerlo).Sobre este libreto se desarrolla luego una coreografía de la que participan dirigentes políticos, figuras de los medios de comunicación y militantes más o menos espontáneos de las redes sociales. Pero lo que importa no es hablar de ellos (en una democracia, cada uno hace lo que le parece) sino identificar la cultura política que queda expresada en esos actos.

El primer componente de esa cultura es la atribución de intenciones perversas. Sobre los opositores se hacen muchas interpretaciones, pero hay una que se excluye siempre: no puede ser que estén actuando de buena fe. No puede ser que digan lo que digan y actúen como actúan porque piensen que es lo mejor para el país. O los mueve una agenda oculta, o son unos improvisados únicamente movidos por su sed de poder. No hay ninguna posibilidad de que tengan convicciones sinceras ni de que estén trabajando en serio. Por eso el tono de denuncia y por eso la carta blanca para interpretar de la peor manera todo lo que dicen.

El segundo componente, muy ligado al anterior, es que sólo hay una opción electoral que exprese los verdaderos intereses y sueños de los uruguayos. Por eso se recurre a metáforas como las de avanzar y retroceder. Esas metáforas implican que hay un solo camino a recorrer, que es el señalado por el oficialismo. No puede ser que haya más de un camino, ya sea porque haya distintos destinos a los que apuntar o diferentes caminos para llegar al mismo destino. Esa posibilidad simplemente se descarta. Las únicas opciones son avanzar (y, para eso, la única opción es el oficialismo) o ir marcha atrás. Toda declaración que se haga pública, todo hecho que ocurra, deben ser interpretados a la luz de esa metáfora empobrecedora.

La cultura política que expresa este modus operandi está cargada de intolerancia y, en última instancia, de autoritarismo. Si las cosas fueran como se sugiere, ¿para qué apostar a la democracia? Hacer esa opción supone aceptar que más de uno está en condiciones de gobernar y que hay más de un camino a recorrer.

Si esto no se admite, no hay motivos para aceptar la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno.

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Pablo Da Silveira

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