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País Kibón

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PABLO DA SILVEIRA
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El sábado pasado, cerca de mediodía, miles de uruguayos se concentraron en la rambla montevideana a la altura de Kibón. Celebraban la elección de Luis Lacalle Pou como próximo Presidente.

Aunque había mucha gente, todo fue amable y distendido. Militantes y votantes de cinco partidos diferentes confluyeron con sus banderas. Nadie ocultaba su identidad y nadie tuvo problemas por eso. Lejos de verse como una fuente de tensiones, esa diversidad fue vivida como parte de lo que hay para festejar. Ese clima no cambió cuando aparecieron dos personas enarbolando un cartel y banderas del Frente Amplio. El presidente electo agradeció su presencia y pidió un aplauso. Miles de personas los aplaudieron, y seguían haciéndolo mientras ambos se retiraban en paz.

La oratoria estuvo a cargo del presidente y la vicepresidenta electos. Los dos tuvieron palabras de tolerancia y de encuentro. Nadie descalificó a los uruguayos que tienen otras preferencias políticas. Nadie intentó subirse a ningún pedestal de supuesta superioridad moral. Nadie reivindicó el monopolio de la buena fe, ni del afán de justicia, ni de la sensibilidad social.

La fiesta se extendió durante horas. Cuando el sol caía, todavía se veía gente con sus banderas al hombro, disfrutando en paz y libertad.

Esa madrugada, la misma zona fue escenario de otros hechos. Bandas de violentos destrozaron autos (e incendiaron uno), rompieron vidrios e invadieron numerosos edificios, aterrorizando a sus habitantes con consignas agresivas. Hubo un policía herido y varios detenidos. La buena noticia es que los violentos fueron muchísimos menos que quienes se habían manifestado en paz. La mala noticia es que no es la primera vez que ocurre.

Lo del sábado fue una suerte de puesta en escena de la encrucijada ante la que estamos como sociedad: o conseguimos reestablecer contacto con nuestras mejores tradiciones de tolerancia, respeto y convivialidad, o corremos el riesgo de deslizarnos hacia formas de violencia social que creíamos ajenas.

Parte de la responsabilidad sobre lo que ocurra corresponde al nuevo gobierno. Un Estado ausente, una policía desbordada y un debilitamiento general de la legalidad son factores que alientan los peores impulsos de cualquier sociedad. Controlarlos será una tarea crucial.

Otra parte de la responsabilidad corresponde a la nueva oposición. De una vez por todas tenemos que asumir que las palabras tienen consecuencias. Si sistemáticamente hablamos el lenguaje de la descalificación del adversario, de la superioridad moral y del monopolio de la sensibilidad social, es inevitable que tarde o temprano alguien concluya que cualquier medio es legítimo para impedir que el (supuesto) mal triunfe sobre el (supuesto) bien.

Si agitamos falsos cucos que amenazan con la desaparición de todo avance, es inevitable que alguien concluya que hay que defenderse como sea. Por eso no es válido dar el libreto a los violentos y luego lamentarse de sus actos.

El único antídoto eficaz contra la intolerancia es abandonar las oposiciones infantiles entre buenos y malos, entre puros e impuros morales. Necesitamos recrear formas de convivencia y maneras de procesar nuestras diferencias que partan de reconocer un igual valor a todos los que hemos nacido bajo un mismo cielo, o que bajo él han encontrado cobijo. Ese es el nuevo tiempo que llega.

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