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La verdad y el método

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Pablo Da Silveira
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Muchas señales sugieren que el oficialismo está teniendo dificultades para lidiar con el mundo real. Una y otra vez sus voceros dan explicaciones que guardan poca o ninguna relación con los hechos. Y lo peor es que parecen creérselas.

Desde el gobierno se sigue diciendo que el clima de inseguridad es una sensación térmica alimentada por los medios, sin percibir que la gente está harta y asustada, que se han pasado límites delicados y que al ministro Bonomi se le acabó el crédito. También se sigue tratando a los autoconvocados como si fueran una expresión de intereses oligárquicos, sin entender que allí se manifiestan las preocupaciones de muchísima gente de trabajo. El episodio de Santa Clara de Olimar ha sido presentado desde la cúpula política y sindical como un acto de intolerancia hacia los trabajadores organizados, sin percibir que los abusos de poder cometidos en estos años han dañado la imagen del sindicalismo.

De alguna manera, el oficialismo está siendo víctima de su propio método. Desde la Revolución Rusa en adelante, la izquierda internacional practicó a gran escala un método para lidiar con hechos incómodos que fue refinado por el aparato de propaganda soviético. Ese método funciona en tres pasos. Primero, negar el hecho molesto. Segundo, proponer una versión alternativa de lo ocurrido. Tercero, proporcionar una interpretación a ser repetida por dirigentes y militantes, que permita explicar la diferencia y descalificar la versión disidente.

Sirviéndose de este método, buena parte de la izquierda mundial justificó durante décadas crímenes horrendos. Por ejemplo: no es verdad que Stalin sea un represor sanguinario; lo que hay son juicios con garantías a delincuentes confesos; quienes dicen lo contrario son anticomunistas enemigos del socialismo. O bien: no es verdad que la Unión Soviética haya invadido Checoslovaquia o Hungría para reprimir levantamientos populares; lo que hizo fue responder a un pedido de ayuda de los pueblos de esos países para repeler una agresión montada por la CIA; quienes lo niegan son agentes del imperialismo.

Detrás del uso sistemático de este método había (hay) una concepción específica de la verdad: la verdad no consiste en reconocer la dignidad de los hechos, sino en hacer avanzar la historia en la dirección correcta. Por eso, quienes la hacen avanzar en la buena dirección (casualmente, nosotros) están autorizados a manipular los hechos del modo que mejor se ajuste a sus necesidades políticas. Tal como dice Rubashov (el protagonista de Oscuridad a Mediodía, la célebre novela de Arthur Koestler que reconstruye los procesos estalinistas), "el Partido solo conoce un crimen: apartarse del curso de acción que se trazó".

Todo esto huele a viejo. Por eso asombra ver cómo el método reemerge cuando hay que explicar el movimiento de los autoconvocados, el episodio de Santa Clara o cualquier hecho que incomode a quienes nos gobiernan. Es lo que tienen los hábitos: se instalan y tienden a reaparecer hasta cuando no conviene. Tras pasarse décadas negando verdades históricas evidentes (como acaba de hacer el expresiden-te Mujica a propósito del nacimiento de los Tupamaros) y tras haber convertido en automatismo la descalificación del que piensa distinto, muchos voceros de la izquierda ya no saben cómo parar la máquina. Es probable que eso les cueste las próximas elecciones.

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