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Mayoría y verdad

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Pablo Da Silveira
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Rousseau instaló la idea de que una mayoría que delibera en libertad, sin trabas a la participación y con la mirada puesta en el bien común, simplemente no puede equivocarse. Las decisiones que adopte expresarán la "voluntad general", es decir, la voluntad del pueblo en su conjunto.

¿Cómo podemos verificar si esas condiciones se cumplieron? La cuestión es compleja porque, por lo pronto, no es fácil saber si los ciudadanos actuaron o no pensando en el bien común. Hace falta entonces un criterio más operativo, y ese criterio será el tamaño de la mayoría. Si una decisión tomada en participación y libertad cuenta con un respaldo amplio, eso prueba que la voluntad general consiguió expresarse. Si las opiniones se fragmentan, eso muestra que los intereses particulares contaminaron el proceso.

Esta visión marca hasta hoy la sensibilidad política de quienes son (a veces sin saberlo) herederos de Rousseau. Para ellos, los grandes consensos son el estado más saludable de la vida política, y las masas movilizadas son la mejor expresión de la unidad del pueblo. La diversidad de opiniones y de fidelidades políticas son, en cambio, un mal síntoma. La visión "rousseauniana" favorece así la construcción de grandes bloques regimentados que se presentan como expresión de la voluntad del pueblo, al tiempo que descalifica a las demás opciones políticas como manifestaciones perversas de intereses espurios.

La amplitud de la mayoría es una condición necesaria, pero no siempre suficiente. A veces puede ocurrir que una mayoría contundente apoye una opción equivocada. Esto ocurre cuando los defensores de los intereses particulares consiguen engañarla.

En esta posibilidad se funda la peculiar relación que tienen los herederos de Rousseau con los pronunciamientos democráticos. Si una amplia mayoría me vota a mí, que me he autodesignado auténtico representante del pueblo, entonces se ha expresado la voluntad general y estoy autorizado a servirme del poder del Estado para imponer mi modelo de sociedad. Pero si una mayoría apoya a mi adversario (digamos, a Bolsonaro) eso revela que los intereses particulares contaminaron el proceso y que la decisión adoptada no tiene legitimidad ni expresa la voluntad del pueblo. El criterio final es una decisión dogmática (y, en consecuencia, no democrática) acerca de quién representa al pueblo. Todo muy vidrioso.

Desde la tradición liberal, las cosas se ven de una manera diferente. La democracia no nos proporciona infalibilidad, sino legitimidad: nos comprometemos a aceptar ciertas decisiones, no porque sean a prueba de error sino porque se tomaron según procedimientos que todos aceptamos.

Para los liberales, una decisión puede ser perfectamente democrática y a la vez perfectamente equivocada. Las mayorías, por amplias y libres que sean, suelen equivocarse. Por eso hay que poner límites a lo que pueden decidir, y hay que controlar y pedir cuentas a quienes actúan en su nombre. Una mayoría, o sus representantes, pueden volverse tan despóticos como un monarca absoluto. Impedirlo es el papel de la Constitución. El capítulo de derechos y libertades pone límites a lo que la mayoría puede decidir. La división de poderes y los complejos mecanismos de controles y equilibrios ponen límites a lo que los representantes de la mayoría pueden hacer. Todo gobierno, incluso el de la mayoría, debe ser limitado.

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