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Mareo de poder

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Pablo Da Silveira
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Aún quienes discrepamos con el Frente Amplio le reconocemos algunas virtudes que supo ejercer durante años. Por ejemplo, la capacidad de conectar con la sociedad y (de mejor o peor manera) hacerse eco de sus demandas más sentidas. Quien no sea capaz de reconocer esa fortaleza, no podrá entender su éxito electoral.

Pero trece años de gobierno han sido suficientes para cambiar el panorama. El Frente Amplio está hoy tan encerrado en sus conflictos internos y ha adquirido tan rápido los vicios típicos del poder, que ha perdido sintonía con lo que piensan y sienten los uruguayos.

Tres hechos recientes abonan esta afirmación. El primero es la incapacidad para entender hasta qué punto los problemas de inseguridad han socavado la paciencia de los uruguayos. Cualquier mínima conexión con lo que la gente dice en la cola del supermercado confirma que los uruguayos están hartos de andar por la calle con miedo, hartos de no poder sacar plata de los cajeros, hartos de los tiroteos y de los muertos. Pero el oficialismo persiste en la estrategia de intentar convencernos de que nada de eso existe.

El oficialismo ni siquiera se da cuenta de que muchos uruguayos le bajaron el dedo a Bonomi, después de haber aceptado darle más tiempo, más apoyo político y más medios materiales que a cualquier otro ministro del Interior en la historia del país. Hasta tal punto no se dan cuenta que festejan sus chicanas en el Parlamento como si se tratara de un logro político. No perciben que cada nueva explicación y cada nueva guarangada de Bonomi son un gol en contra del gobierno.

Un segundo hecho es la reacción ante la aparición y los reclamos de los autoconvocados. Hasta hoy el oficialismo sigue errando el diagnóstico. Cree que enfrenta una revuelta de oligarcas en 4x4, sin darse cuenta de que tiene enfrente a productores medianos y pequeños, comerciantes del interior que ven caer sus ventas mientras los matan a impuestos, contratistas que invirtieron todo su dinero en maquinaria y hoy no generan lo suficiente para pagar sus deudas, transportistas de todo tamaño, proveedores de toda clase de insumos.

Toda esa gente tiene problemas muy reales. Cuando el oficialismo los acusa de formar parte de una oscura conspiración política, sencillamente los está insultando. Y cuando algunos dentro del oficialismo creen que el presidente Váz-quez salió bien parado de su discusión callejera con los colonos, muestran que han perdido la brújula.

El tercer hecho es el reciente choque con la Iglesia católica. El Uruguay es un país poco religioso y la Iglesia católica uruguaya siempre ha sido una institución débil. También ha tenido siempre una fuerte preocupación por lo social, hasta el punto de que sus pronunciamientos públicos fueron más de una vez convergentes con los de la izquierda cuando era oposición. Pretender convencer a los uruguayos de que la jerarquía católica nacional se ha convertido en un importante actor político aliado con un sector partidario es una ridiculez.

El poder aísla, endulza, genera soberbia, despierta impulsos paranoicos y hace perder sentido de la realidad. Por eso es tan sana la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno.

Lo que le está pasando al Frente Amplio le ha pasado antes a otros. Si algo asombra, en todo caso, es la velocidad con la que incorporó todos los vicios. Pero lo que está claro es que va siendo hora de cambiar.

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