La derrota electoral del Frente Amplio el pasado 24 de noviembre es un acontecimiento que admite muchas lecturas. Y una de ellas es que, con ese resultado, el sistema político uruguayo ha entrado en una etapa de plena madurez.
Desde el retorno de la democracia hasta hoy, los uruguayos hemos pasado por ocho elecciones presidenciales consecutivas. Todos los presidentes que han ejercido en este lapso terminaron sus períodos. El Parlamento y la Justicia funcionaron normalmente, sin que existieran amenazas serias a la separación de poderes. Estamos viviendo el período de estabilidad institucional más prolongado de nuestra historia. En conjunto, se trata de un panorama excepcional en América Latina.
Quedaba, sin embargo, una materia pendiente: en estos 35 años, todos los partidos grandes han pasado por la experiencia de gobernar, pero no todos han pasado por la experiencia de tener que dejar el gobierno. El Frente Amplio se apresta hoy a vivir ese momento.
Muchas reacciones regis-tradas en estos días indican que nuestra izquierda está dispuesta a hacerlo con el espíritu democrático y republicano que nos caracteriza a los uruguayos. La tranquila aceptación de la derrota por parte de muchísimos militantes y simpatizantes del Frente Amplio es una señal significativa y digna de elogio. También merece reconocimiento el modo en que ha procedido el presidente Vázquez, desde la noche misma de las elecciones hasta la reciente visita a Buenos Aires, en conjunto con el presidente electo Luis Lacalle Pou, para asistir al cambio de mando en Argentina. En las últimas horas, el Frente Amplio ha iniciado un proceso de “autocrítica” en el que, lejos de echarle la culpa a quienes no los votaron, asume debilidades y errores propios.
Lamentablemente, también hay otras reacciones. Están los que, antes de esperar a que el gobierno explique con algún detalle sus iniciativas, ya decidieron que son inaceptables e implican la negación de derechos. Están los que, de manera más radical, ya determinaron que el nuevo gobierno es un enemigo a combatir, y hablan un lenguaje casi bélico (“resistencia”, “neofascismo”), llamando a bloquear lo que en democracia es el legítimo derecho del ganador a llevar adelante las políticas que anunció ante la ciudadanía.
Están los que lanzan campañas de descalificación hacia miembros del nuevo gobierno (en general cargadas de acusaciones infundadas) y están los que cultivan el nocivo arte de atribuir intenciones: ante cualquier información sobre eventuales acciones que podría impulsar el nuevo gobierno, inmediatamente las interpretan como una prueba de las peores intenciones que se pueda atribuir a alguien, sin tomarse el trabajo de preguntarse si puede haber alguna lógica bienintencionada que las sostenga.
La calidad de la convivencia política que tengamos en los próximos años va a depender en gran medida de cuáles sean los impulsos que finalmente prevalezcan en la nueva oposición. Mantener nuestras maneras republicanas no es únicamente responsabilidad del nuevo gobierno, sino también del oficialismo saliente.
Pero hay algo más: la descalificación sistemática y la atribución de intenciones no son solamente malas maneras de hacer política. Son maneras antidemocráticas. Al decidir si va a identificarse o no con esas prácticas, nuestra izquierda estará eligiendo su propio lugar en la historia de este país.