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Entender a Gramsci

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Pablo Da Silveira
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Dado que la izquierda contemporánea se ha vuelto masivamente gramsciana, importa entender la visión del mundo y de la política que caracterizan a esta vital variante del marxismo.

Antonio Gramsci fue un político y pensador comunista que vivió en Italia entre 1891 y 1937. Aquellas eran malas épocas para ser comunista en Italia. Benito Mussolini había llegado al poder en 1922 y había lanzado una dura represión contra las fuerzas de izquierda. Gramsci fue encarcelado en 1926 (pese a tener fueros parlamentarios) y estuvo once años preso. Las condiciones que sufrió eran tan malas que lo llevaron a la muerte a los 46 años de edad. Durante ese encierro escribió sus famosos Cuadernos de la Cárcel, que le dieron fama mundial como teórico.

Gramsci fue un innovador que se alejó de la ortodoxia marxista-leninista. El principal punto de ruptura estuvo en el abandono del determinismo económico. Para la visión marxista-leninista tradicional, las cosas verdaderamente importantes pasan en el terreno económico. Todos los otros aspectos (incluyendo la cultura, las ideas políticas, las tradiciones religiosas y demás componentes de la vida en sociedad) están determinados por las relaciones de producción. En la jerga de la vieja ortodoxia, esta idea se resume en la frase: "la infraestructura determina la superestructura".

La principal innovación de Gramsci (una innovación que le hubiera costado la vida en la Unión Soviética de Stalin, tal como su comunismo se la costó en la Italia de Mussolini) consistió en negar esa determinación. La economía es sin duda crucial, pero también lo son la educación, la cultura y hasta el lenguaje. Para alcanzar el poder y conservarlo no alcanza entonces con controlar la economía y el aparato del Estado, sino que también hay que lograr una posición dominante en esos terrenos.

Gramsci fue un innovador, pero su innovación se mantenía dentro de los estrictos límites de la visión leninista del Estado y de la acción política. Por eso sigue siendo tan antidemócrata como Lenin. Para Gramsci, igual que para Lenin, el Estado no es un terreno común a todos los ciudadanos, sino una fortaleza que hay que conquistar para desde allí dominar a la sociedad. El gobierno no es una tarea que los ciudadanos nos encomienden de forma transitoria, sino un arma que se consigue y luego no se suelta. El debate público no es un espacio para el libre intercambio de ideas, sino un lugar en el que se construye poder y obediencia, del mismo modo en que Lenin exigía hacerlo en los talleres y fábricas. La acción cultural y la acción social no son autónomas, sino ámbitos en los que se milita bajo las órdenes incuestionables de la dirección política (de allí su figura del "intelectual orgánico", que es un intelectual dedicado a proporcionar munición argumental e ideológica a una dirigencia a la que debe obedecer ciegamente).

Las ideas de Gramsci fueron un avance respecto del tosco determinismo mecanicista que caracteriza a la ortodoxia marxista-leninista. Pero, en el mundo democrático del siglo XXI, sus propuestas no solo son anticuadas sino dañinas. En un mundo gramsciano no hay libertad intelectual, ni autonomía de la sociedad respecto del Estado, ni verdadero debate público, ni libertad de enseñanza, ni producción cultural independiente.

Tener claro este punto ayuda a entender muchas cosas que pasan entre nosotros.

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