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Con los docentes

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PABLO DA SILVEIRA
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En la sociedad uruguaya se va consolidando un amplio estado de opinión a favor del cambio educativo. Las razones son bastante evidentes: se ha invertido mucha plata pero los resultados son malos.

Uruguay, que siempre ocupó puestos de vanguardia en América Latina, hoy aparece en el pelotón del fondo. Y desde luego que no se trata de un problema de orgullo nacional. Lo grave es que el rezago educativo tiene consecuencias negativas para decenas de miles de uruguayos, especialmente los que provienen de contextos de mayor vulnerabilidad.

El problema es que no alcanza con querer cambiar, sino que hay que tener ideas sobre cómo hacerlo. Y aquí es donde podemos equivocarnos. Por ejemplo, hay quienes hablan como si el cambio fuera algo que pudiera imponerse contra la voluntad de quienes diariamente participan de la vida educativa. Esta es una idea errónea, y es especialmente errónea cuando se aplica a los docentes.

Un docente no es un proveedor de un servicio estandarizado, que pueda ser provisto con total independencia del grado de involucramiento personal de quien lo ofrece. Eso vale para otros intercambios. Si voy a comprar caramelos, no importa si el quiosquero me los vende de buen o de mal humor, con un alto grado de compromiso hacia su tarea o con total displicencia. Nada de eso va a cambiar el gusto de los caramelos (aunque sí va a cambiar la calidad de vida de ambos). En cambio, no hay buena enseñanza (y en consecuencia no puede haber buenos aprendizajes) sin un involucramiento personal de los docentes.

Uno de los problemas de nuestro sistema educativo es que sus reglas de funcionamiento no favorecen ese compromiso. La antigüedad es el mérito fundamental, los mecanismos de distribución de cargos y de horas no promueven el trabajo en equipo, la creatividad de los docentes se ve limitada por una organización y por un diseño curricular que intenta reducirlos al papel de correas de transmisión (una idea que era ampliamente aceptada en el siglo XIX, pero que ha dejado de serlo).

Cambiar la educación implica entonces dos desafíos. El primero es conseguir cambiar las reglas, de modo de poder contar con ambientes más propicios para el trabajo en equipo y el desarrollo de la creatividad. Tenemos que asumir que los docentes no son funcionarios burocráticos, sino investigadores que buscan en su propia práctica los mejores caminos para generar aprendizajes de calidad.

El segundo desafío es involucrar al menos a parte de los docentes en nuevos estilos de trabajo y nuevas maneras de entender su propia tarea. Esto puede sonar difícil pero no lo es. De hecho, muchos docentes están reclamando esta clase de cambios, y muchos otros tienen la sensibilidad necesaria para apreciarlos. Que las voces que se escuchan con más claridad sean las más refractarias al cambio no debe confundirnos en relación a este punto.

Una clave para que todo esto funcione es apostar a la voluntariedad. Al igual que pasa con los músicos de una orquesta, un gobierno puede obligar a los docentes a asistir a sus lugares de trabajo (por ejemplo, declarando la esencialidad) pero no puede obligarlos a dar lo mejor de sí. Eso es algo que solo pueden poner ellos.

La estrategia de cambio debe consistir entonces en abrir espacios donde sea posible hacer las cosas de otra manera, e invitar e incentivar a los docentes a recorrer voluntariamente ese camino.

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