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Descalificar por sospecha

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Supongamos que tengo un vecino corredor de seguros. Imaginemos que un día entra a mi casa y, tras echar una mirada, me advierte que corro un serio riesgo de incendio a causa del estado de mi instalación eléctrica.

Supongamos que tengo un vecino corredor de seguros. Imaginemos que un día entra a mi casa y, tras echar una mirada, me advierte que corro un serio riesgo de incendio a causa del estado de mi instalación eléctrica.

Puede que mi vecino esté intentando venderme un seguro, pero acaba de hacer una afirmación que puede ser verdadera o falsa con independencia de sus intenciones. Yo haría bien, por lo tanto, en llamar a un electricista. Sería una pena que mi casa se incendiara porque cometí un error de razonamiento: concluí que su afirmación era falsa, solo porque sospeché que pretende tenerme como cliente.

Ejemplos como este permiten identificar una de las maniobras que más contaminan nuestro debate público: descalificar lo que alguien dice por la vía de atribuirle una agenda de intereses más o menos oculta. En este caso no se descalifica en función de las características de quien habla, sino en función de sus intenciones reales o supuestas: lo que dice Fulano no merece ningún crédito, porque Fulano defiende ciertos intereses. Se trata de una manera fácil de neutralizar a un interlocutor sin tomarse el trabajo de considerar lo que propone.

Esta maniobra carece de base lógica y va contra el modo en que funcionan nuestras instituciones. En muchos órdenes de actividad, lo civilizado y constructivo es evaluar lo que se dice poniendo entre paréntesis las eventuales intenciones de quien habla. Muchas denuncias penales son presentadas por rencor o por envidia, pero eso no impide que los jueces las consideren si están bien fundadas. Muchos hallazgos científicos son generados en el marco de feroces luchas por ego o por dinero, pero eso no es razón para que los rechace la comunidad científica.

La descalificación fundada en intereses no solo encierra un error de razonamiento, sino que amenaza con destruir el debate. La razón básica es que todos tenemos intereses. El gobierno tiene interés en durar y la oposición tiene interés en sustituirlo. Los legisladores aspiran a mantener sus bancas y los periodistas a hacer carrera profesional. Los empresarios quieren ganar dinero, los artistas quieren ser reconocidos y los dirigentes sindicales quieren seguir siendo dirigentes. Si todos invocamos los intereses del otro para descalificar lo que dice, todos terminaremos mudos.

Algunos reconocen este punto, pero alegan que hay intereses peores que otros. O más bien: hay motivos muy perversos que se ocultan detrás de lo dicho. Y hasta cierto punto eso es verdad.

El problema es que el cultivo sistemático de la sospecha nos encierra en una espiral de paranoia. Yo hablo y alguien me contesta que estoy al servicio de ciertos poderes. Respondo que él está buscando hacer puntos ante su jefe político. Me replica que estoy reflejando mis intereses de clase. Le digo que está usando un falso conocimiento como instrumento de dominación. Al final de esta escalada todo habrá sido puesto bajo sospecha, con el resultado de que lo explícito habrá perdido toda dignidad. Así no puede haber política, ni derecho, ni ciencia, ni arte independiente.

No se trata de ser ingenuos. Se trata de entender que, para que haya debate democrático, debemos tomarnos en serio lo que se dice y evaluarlo según sus propios méritos, con independencia de lo que pensemos sobre las intenciones de quien habla. De paso, ese es el peor desafío para los falsos argumentadores.

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Pablo Da Silveira

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