En una entrevista concedida hace pocos días a este diario, el subsecretario de Economía, Pablo Ferreri, hizo una afirmación que no debería pasar inadvertida: “Los uruguayos hemos hecho un esfuerzo gigantesco de aportación de recursos a la educación pública y eso no se ha traducido en resultados de mejoras de calidad que estén a la altura de las circunstancias”.
En una entrevista concedida hace pocos días a este diario, el subsecretario de Economía, Pablo Ferreri, hizo una afirmación que no debería pasar inadvertida: “Los uruguayos hemos hecho un esfuerzo gigantesco de aportación de recursos a la educación pública y eso no se ha traducido en resultados de mejoras de calidad que estén a la altura de las circunstancias”.
Tal vez alguien considere que la frase es intrascendente por lo obvia. Pero quien reaccione de este modo se estará equivocando. Hace más de una década que la izquierda que nos gobierna viene celebrando el aumento del gasto en educación como si fuera un fin en sí mismo. Durante más de diez años se han presentado como mejores que los gobiernos anteriores porque ellos gastan más que el resto.
Para cualquier persona con alguna capacidad de reflexión, esa manera de presentar las cosas bordea el ridículo. Y eso no ocurre porque la comparación sea más o menos engañosa, sino porque se sostiene en una idea infantilmente falsa.
El gasto siempre es un medio, nunca un fin en sí mismo. Eso vale para nuestra vida personal y también para la vida colectiva. Nadie dice que sus últimas vacaciones fueron excelentes porque gastó mucha plata. Si gastó mucho y pasó bien, entonces el gasto podrá estar justificado. Pero si gastó mucho y pasó mal, entonces sus vacaciones fueron un desastre. Los gobiernos frentistas casi han triplicado el gasto en educación sin poder mostrar logros cuantitativos ni cualitativos. Contra lo que dicen repetidamente, aquí no hubo ninguna explosión de la matrícula. De hecho, hoy ANEP atiende a menos alumnos que hace una década. En este país la gran inclusión se produjo en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, a costos muy razonables. Y tampoco hubo progresos cualitativos que puedan ser festejados, como lo muestra el verdadero papelón internacional que estamos haciendo con nuestros resultados decrecientes en las pruebas Pisa. Lo único peor que un fracaso es un fracaso caro. Y eso es lo que han fabricado los gobiernos del Frente Amplio. Solo que hasta ahora han optado por negarlo y han decidido festejar lo que, por falta de ideas y de coraje político, apenas ha sido un doloroso despilfarro.
Así que lo de Ferreri es un acto de sinceramiento apreciable. Se le puede reprochar, desde luego, que haya demorado tanto en decirlo, después de haberse plegado durante años al discurso dominante. También se le puede criticar que no saque las conclusiones adecuadas. Porque en la misma entrevista en la que dice esas palabras, el número dos de Economía anuncia, como si se tratara de una buena noticia, que “una vez finalizada la Rendición de Cuentas se va a trabajar en ver distintas alternativas para conseguir nuevos recursos para la educación”. O sea: el plan es seguir gastando dinero ajeno, sin poner exigencias ni metas evaluables. Pero, aun así, es la primera vez que un alto vocero del gobierno describe el problema de una manera tan clara.
A las figuras más lúcidas del oficialismo les ha llevado más de una década reconocer que lo que están haciendo no funciona. El país no puede esperar otra década antes de que se les ocurra un camino alternativo. Ellos son demasiado lentos y las víctimas que se acumulan son demasiadas. El “esfuerzo gigantesco” del que habla Ferreri lo paga el pueblo. Como también paga las consecuencias del fracaso educativo.