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Cultura democrática

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PABLO DA SILVEIRA
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Para que una democracia se sostenga, no alcanza con que haya un Parlamento y un presidente en funciones, ni que exista un documento llamado Constitución.

La historia y el mundo actual nos muestran numerosos casos en los que estas condiciones se cumplen pero lo que de veras existe es alguna forma de poder autoritario (o simplemente el caos).

Para que un régimen democrático funcione hace falta el tejido institucional adecuado, pero además se precisa una cultura que sea compartida para una gran parte de la ciudadanía y por el grueso de los actores políticos. Esa cultura, como todas las culturas, necesita ser alimentada día a día. Si eso no ocurre, más tarde o más temprano el tejido institucional va a desvirtuarse y la palabra “democracia” se volverá una etiqueta vacía.

No es fácil describir los componentes de esa cultura necesaria, pero algunos de ellos forman parte de todos los catálogos razonables.

En primer lugar, los ciudadanos y los dirigentes políticos deben asumir que el desacuerdo es inevitable en una sociedad plural. Las personas tenemos diferentes historias, diferentes fidelidades, diferentes intereses, diferentes sensibilidades. Dada esa diversidad, el consenso no es el estado normal de las cosas, sino, en el mejor de los casos, algo que puede ser construido de a ratos. Y ni siquiera puede aspirarse al consenso en todos los temas y circunstancias. Muchas veces sólo podemos aspirar a acuerdos mayoritarios. De modo que la ausencia de consenso no debe ser vista como una patología generada por la política, sino como aquello que la hace necesaria.

Un segundo componente esencial de la cultura democrática consiste en asumir que nadie tiene el monopolio de la verdad, de la sensibilidad social ni de la buena voluntad. Los ciudadanos no discrepamos porque unos sean amantes de la justicia y otros prefieran la injusticia, o porque algunos quieran el bien y otros prefieran el mal. Esas oposiciones existen, pero son raras y extremas. Mucho más normal es que los ciudadanos discrepemos porque tenemos visiones distintas acerca de cuál es la solución más beneficiosa o más justa.

Un tercer componente, que se deriva directamente de los anteriores, es que la discrepancia no nos convierte en enemigos. En democracia no hay enemigos sino adversarios. Enemigos hay en la guerra, y el objetivo es destruirlos. La política democrática sólo puede existir si admitimos que vamos a seguir conviviendo a pesar de nuestras diferencias, y que todos somos miembros dignos y valiosos de una misma sociedad. En democracia no hay lugar para ciudadanos de primera y de segunda.

Un cuarto componente consiste en reconocer la importancia de las formas y los procedimientos. Si los ciudadanos discrepamos en lo sustancial (por ejemplo, acerca de lo que es justo o es bueno), el único terreno común asegurado serán los procedimientos que hemos acordado para procesar nuestras diferencias y construir acuerdos de convivencia. Las restricciones constitucionales, las normas electorales, los controles y equilibrios que definen la división de poderes, no son molestias que sería mejor eliminar sino lo que hace posible convivir en paz. Justamente por eso, debemos reconocer la legitimidad de las normas y de las instituciones por encima de la rotación de partidos y de personas.

El presidente de la República es mi presidente aunque yo no lo haya votado.

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