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Campaña sin drama

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Pablo Da Silveira
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En fin de la Segunda Guerra Mundial fue el momento culminante en la larga carrera política de Winston Churchill.

El mundo entero lo reconocía como uno de los artífices de la victoria. Los británicos lo aclamaban mientras él saludaba rodeado de la familia real. Es difícil encontrar un momento de mayor gloria en la vida de un gobernante.

Sin embargo, poco después del fin de la guerra hubo elecciones y los británicos lo mandaron para la casa. Lo habían considerado el mejor para conducir al país en tiempos de guerra, pero no lo consideraban el más adecuado para gobernar en tiempos de paz. De modo que, simplemente, Churchill perdió las elecciones.

El dictador Stalin estaba estupefacto ante semejante acontecimiento. No podía creer que se celebraran elecciones limpias, que se respetaran los resultados y que el principal líder político del país aceptara la derrota. En un encuentro entre ambos, Churchill le dio una explicación maravillosa: "Para que pudiera pasar lo que acaba de pasar, es que peleamos todos estos años".

La historia viene a cuento en este principio de año electoral, en el que algunos parecen demasiado inclinados a perder la calma.

En octubre y noviembre de este año los uruguayos vamos a votar. Como consecuencia de esas elecciones, puede que haya un cuarto gobierno del Frente Amplio o puede que ganen otros. Si esto último ocurriera, habría un cambio de partido de gobierno y el Frente Amplio volvería al llano. Desde allí le correspondería desempeñar el rol de oposición.

Todo esto es perfectamente normal en una democracia. No estamos en vísperas de un cataclismo político ni de una inversión en el sentido de la historia. Estamos, simplemente, ante lo que constituye el núcleo duro de la política democrática: la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno, decidida mediante procedimientos que excluyen la violencia y el derramamiento de sangre. Los partidos que ejercen el gobierno cambian, simplemente porque los ciudadanos deciden retirarle el crédito a quien se lo habían dado y otorgárselo a otro.

Que tengamos esto claro, o que lo olvidemos, puede tener una enorme influencia sobre la campaña electoral que se avecina. Si yo pienso que soy el único que está en condiciones de gobernar; si creo que el hecho de que yo esté en el gobierno es un avance de la historia humana, mientras que el hecho de tener que entregarlo es un retroceso a etapas superadas; si asumo tener el monopolio de la inteligencia y la buena voluntad, entonces es probable que me sienta autorizado a hacer cualquier cosa con tal de retener el poder. Que yo gobierne es lo único bueno que puede pasarle al país, de modo que todo medio vale para asegurar ese resultado.

La campaña que se avecina será peor (más dura, más sucia, más destructiva de la convivencia democrática) en la medida en que más actores políticos asuman esta visión. Y será mejor (más respetuosa, más reflexiva, más constructora de puentes de entendimiento) en la medida en que sean menos quienes la adopten.

Lo que va a pasar este año es justamente aquello con lo que soñábamos quienes luchamos contra la dictadura a fines de los 70 y principios de los 80. Eso incluye a muchos dirigentes y militantes del Frente Amplio, que este año deberán optar entre hacer suya la famosa frase de Churchill o sumarse a un exclusivismo político que sólo puede traer crispación e intolerancia.

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