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Detrás de la guerra

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Nicolás Albertoni
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Toda guerra parte de una decisión humana. No se origina sola. Y detrás de esa persona que decide iniciarla, hay una visión del mundo que la motiva a dar ese paso más allá de saber las horrendas derivaciones que todo conflicto armado genera.

Por estos días, estamos siendo testigos de una enorme cantidad de noticias que giran en torno a las consecuencias de la invasión de Rusia en Ucrania. Muchas ya se están empezando a sentir y se sumarán a la todavía difícil situación socioeconómica que se vive a nivel global, a causa de la pandemia. Pero es en medio de esta tormenta que no habría que perder de foco a quienes -en pleno siglo XXI- deciden comenzar una invasión armada a un país independiente, soberano y democrático por considerarlo propio.

Vladimir Putin nace en un mundo postguerra. Estudió leyes en Leningrado y tras graduarse, ingresó en el servicio de espionaje de la KGB, teniendo como uno de sus primeros destinos como agente, Dresde, en la Alemania Oriental. El germen de su visión de mundo se origina en un régimen socialista que solo subsistía políticamente gracias al encierro. El día que el muro que la sostenía se derribó, el régimen calló con él. Y más allá de que la URSS ya no existe, la cultura conspirativa y desconfiada típica del socialismo subsiste en muchos de los que alguna vez la defendieron.

Luego de la implosión del socialismo soviético, Moscú convivió, pero nunca defendió el pluralismo que requería un mundo postguerra para recomponer los lazos políticos y económicos tras la caída del muro. Incluso, gran parte de la carrera política del circulo político actual del Kremlin ha estado centrada en reestablecer el poderío que creyó tener la Rusia socialista.

En el discurso del 24 de febrero en el que confirma el inicio de la operación militar en Ucrania, Putin muestra muchos de los vestigios de una visión antigua de mundo: “No nos han dejado ninguna otra oportunidad para proteger a Rusia... Las circunstancias nos obligan a tomar medidas decisivas e inmediatas... El objetivo (de la operación militar) es proteger a las personas que han sido objeto de intimidación y genocidio por parte del régimen de Kiev... Y para ello lucharemos por la desmilitarización y desnazificación de Ucrania, así como por llevar ante la justicia a quienes cometieron numerosos y sangrientos crímenes...”

A las pocas horas de ese llamado a la “desmilitarización y desnazificación”, comenzó el bombardeo de Rusia a Ucrania iniciando así una guerra que ya lleva centenares de civiles muertos y miles de heridos. Una mirada de mundo que se basa en denunciar violencia (sin una sola prueba) para justificar más violencia.

Lo que quizá no se esperaba Putin es que gran parte del mundo ya no cree hoy en la guerra como la solución a tensiones políticas, ni mucho menos como herramienta para desahogar caprichos zaristas. Basta con ver las numerosas manifestaciones y declaraciones en contra de la guerra que se han generado a lo largo y ancho del mundo (también en Rusia).

Estos movimientos a favor de la paz muestran que la sociedad actual ya no resiste igual que antes los vicios de un régimen desconfiado que alimenta su nacionalismo con guerra. Y no creamos que son solo señales para Rusia, también lo son para Occidente.

En definitiva, la guerra que tenemos ante nuestros ojos no es únicamente territorial o económica, es sobre una visión de mundo, sobre valores. Ceder contra un régimen que se cree con la potestad de invadir a otro por creerlo que “históricamente le pertenece” dejaría camino fértil para crear un riesgo global aún mayor. Las amenazas de Moscú a Finlandia y Suecia son una muestra de ello. Y en este punto radica un elemento distintivo fundamental de esta guerra en comparación a otras recientes (algunas de mano de Occidente): este conflicto no es una respuesta a un hecho terrorista concreto (lo que tampoco debería justificar un conflicto bélico), sino que se basa en el sentimiento de una amenaza potencial al ver que el gobierno de un país vecino -soberano, independiente y democrático- fortalece sus lazos con Occidente a través de una mayor cercanía a la Unión Europea y a la OTAN. Y el Kremlin responde a ese sentimiento de provocación con una guerra.

La reacción de gran parte del mundo a los atropellos de Putin deja en claro que cualquier país que vea en el camino bélico la primera herramienta de defensa de sus ideales, sufrirá un rechazo globalizado. En el caso de Rusia, el ideal militarista se hace aún más complejo, porque detrás de la guerra, se ve un intento del régimen que hoy la gobierna de expandir un nacionalismo que busca revanchas a las derrotas del pasado.

Lo lamentable es que el sentimiento zarista e imperial del actual régimen ruso está amenazando no solo a Ucrania sino al resto del mundo al atropellar normas básicas del derecho internacional para preservar el diálogo y la paz. Esto es un riesgo para un mundo cada vez más interdependiente entre sí. Y vaya si la pandemia lo ha dejado claro.

El problema es que contra los dictadores no hay vacunas.

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