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La elección de este año es histórica: o gana el Frente Amplio y consolida dos décadas en el gobierno, o gana una coalición sobre todo blanco-colorada y se produce una fuerte alternancia en el poder.
La atención del mundo politizado está puesta en encuestas, evoluciones de simpatías, precandidatos con más chances y en general en todas las señales que, de un lado u otro, vayan corriendo el velo de la sumatoria de importantes decisiones ciudadanas: la de junio, que define sobre todo candidatos presidenciales; la de octubre, que deja fijada la representación parlamentaria por cinco años; y la de noviembre, que termina de decidir quién gana entre los dos más votados de octubre.
Este año el análisis tiene complicaciones nuevas. Por un lado, la polarización FA- partidos tradicionales, instalada al menos desde 1999, se ha consolidado. A ella se ha sumado cierto mayor protagonismo de las identidades partidarias, que miles de ciudadanos políticamente más activos exhiben con orgullo en las redes sociales. Se hace difícil entonces escapar del “vamo’arriba esta vez sí” o del “vamo’arriba ganamos de nuevo”, y del posterior rosario de insultos hacia los votantes del otro polo que demasiadas veces los acompaña. Incluso muchas veces los exámenes fríos que manejan hipótesis relativamente desfavorables hacia las chances del propio campo son desechados con fanatismo.
Por otro lado, las herramientas de análisis clásicas están devaluadas. Las encuestas de opinión fallaron en 2014 y no es seguro que metodológicamente hayan podido mejorar su precisión. Es algo que, justamente, se verá en octubre. Luego, hay cambios reales muy difíciles de medir en intención de voto. Por ejemplo: la palpable desazón hacia el tercer gobierno del FA, ¿se traducirá en una sanción en las urnas, o quedará en casi nada al momento de votar? El cambio generacional de candidatos del FA, ¿incidirá y será efectivo si Mujica vuelve a ser protagonista liderando su senado? Los partidos electoralmente más pequeños, ¿crecerán por causa de cierto malestar contra las opciones más grandes? Finalmente, la mayoría silenciosa, ¿seguirá votando al FA como en esta década o se habrá secretamente cansado del oficialismo y cambiará con discreción?
Hay una lectura geográfica y social que resulta pertinente en esta coyuntura. No es improbable que en el Interior baje la intención de voto hacia el FA, por causa de una notoria decepción de sus clases medias, cuya traducción más evidente ha sido el movimiento Un solo Uruguay. Sin embargo, ese cambio no alcanzará para asegurar una alternancia si no ocurre un cambio paralelo, quizá de envergadura algo menor pero efectivo, en el voto popular y urbano de Montevideo y Canelones. Allí, con una socialización política endeble y superficial, está el fortísimo bastión electoral del FA. Allí es donde la figura electoral de Mujica es decisiva, la crisis de seguridad más grave, el nivel educativo más bajo, y las mejoras económicas de esta década son más frágiles.
¿Es posible avizorar hoy con alguna certeza cuál será la intención de voto de ese cuantitativamente decisivo grupo social? No. Pero es allí donde reside el misterio que terminará de inclinar la balanza de los resultados de octubre-noviembre.