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¿Morir por Ucrania?

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FRANCISCO FAIG
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Hoy en Ucrania hay una crisis importante entre Rusia y sus aliados por un lado, y las potencias occidentales de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por el otro. ¿Alguno estará dispuesto a morir por Ucrania?

Rusia es un vastísimo imperio limítrofe con países tan disímiles y lejanos como, por ejemplo, Azerbaiyán, Polonia, Corea del Norte y, caminando sólo 4 kilómetros sobre mar congelado en invierno, Estados Unidos. Cuando la Unión Soviética hizo implosión en 1991-1992, la idea que fue conversada entre los responsables de las principales potencias mundiales fue que Rusia conservara su histórica influencia dentro de su círculo concéntrico fronterizo más cercano, ese que tan parecido era al soviético post-1924 y post-1940.

Con la enorme crisis económica y social que sufrió en los años 90, Moscú procuró que, si aquello no fuese posible, al menos se impidiera que la OTAN se extendiera a países limítrofes con Rusia, para evitar que allí se desplegasen bases militares transitorias o permanentes que le significaran amenazas vitales. La pretensión tiene sustento, ya que por un lado la potencia estadounidense es el gran hegemon dentro de la OTAN, y por el otro las invasiones militares más dañinas sufridas por Moscú, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, llegaron por sus fronteras occidentales.

Putin tampoco logró ese objetivo, ya que en 2004 los tres países bálticos se integraron a la OTAN. Pero fue lo último que aceptó pacíficamente. En efecto, en 2008, frente a la amenaza de extensión de la OTAN a Georgia, Rusia invadió ese país y suprimió allí toda simpatía occidental. Luego, cuando Ucrania insistió tozudamente en correr su eje de influencia en favor de la Unión Europea, Rusia apuró su apoyo militar y logístico para desestabilizar a Kiev en su región de Donbass, y tomó el control en 2014 de lo que era suyo por historia desde Catalina la Grande, la península de Crimea.

Desde entonces, Putin ha sido claro en sus objetivos geopolíticos que, por cierto, no son nada estrambóticos si se conoce la historia rusa. Y no es que Moscú pueda sostener económicamente una gran guerra para desestabilizar a Kiev. Pero, por un lado, sigue sin tolerar más extensiones de la OTAN en sus fronteras, y por otro lado, sabe que las cómodas y envejecidas sociedades occidentales no están dispuestas a que sus jóvenes vayan a morir por Ucrania.

En estas latitudes sufrimos una apestosa propaganda antirrusa. Rusia, histórica vanguardia de la cultura cristiana en su expansión en Asia, no es ciertamente un ejemplo mundial de democracia. Pero tampoco es, ni por asomo, enemigo de Occidente. En efecto, quien amenaza a Occidente es más bien y sobre todo el terrorismo islámico -ese que Estados Unidos fomentó de hecho en Medio Oriente con su infame guerra de Irak de 2003, y que Rusia liquidó militarmente con su intervención en Siria en 2015-; y la ascendente y totalitaria China, que tan alejada está de los valores occidentales.

Occidente precisa hoy que un de Gaulle o un Churchill expresen claramente que el cowboy del Estado lavandina de Delaware, que circunstancialmente mora en Washington, está haciendo el papel de un viejo clown tartamudo, olvidadizo y políticamente irresponsable: infelizmente para Estados Unidos.

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