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John Kennedy (1917-1963)

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MATÍAS CHLAPOWSKI
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Su padre fue nombrado embajador norteamericano en Gran Bretaña a principios de 1938, adonde se mudó con su extensa familia. Su posición, su inmensa fortuna y ambición, permitieron a sus hijos mayores codearse con las más altas esferas de la política y de la sociedad inglesa y europea.

Al tiempo que también viajaban extensamente por el viejo continente durante sus vacaciones universitarias.

“Jack”, que llegó a ser presidente de los Estados Unidos a una edad muy temprana, pudo observar desde una plataforma privilegiada cómo se desarrollaban los acontecimientos que terminaron en el estallido de la II Guerra Mundial. A su tesis, al recibirse (“cum laude”) en Harvard a mediados de 1940, la fue madurando entonces. Su trabajo “Mientras Inglaterra dormía” fue publicada con éxito.

El embajador se oponía a que su país se involucrara en la guerra, cosa que erosionó su mandato y eventualmente terminó con su rol de diplomático en octubre de 1940. No es que tuviera simpatía por Hitler o Mussolini. Creía que su país no debía involucrarse en un conflicto europeo, temía especialmente por la vida de sus hijos, si EE.UU. se metía.

Cuando Japón lanzó su ataque y Alemania acompañó declarando la guerra, sus dos hijos mayores se enrolaron, el mayor, “Joe” en la aviación militar y “Jack” en la marina.

El primero fue derribado y murió mientras bombardeaba los inexpugnables astilleros de submarinos alemanes en el este del Báltico. Una misión muy peligrosa a la que se ofreció como voluntario.

“Jack”, al mando de una torpedera, buscando presas de noche en un archipiélago en el pacífico sur, fue embestido por un destructor japonés que partió su lancha en dos. Varios de su tripulación lograron salvarse a nado, en gran parte debido a los esfuerzos de Kennedy quien, aun herido, pudo liderar a los sobrevivientes a un islote.

Este solo ofrecía un refugio momentáneo. Aparte de algunas palmeras y arbustos, entre los que se escondieron, no encontraron agua. A pesar de su estado “Jack” (había sido parte del equipo de natación universitario) resolvió zambullirse de noche -de día los japoneses dominaban el área- buscando hacer contacto con alguna lancha de su escuadrón, de las que merodeaban la zona que pudiesen estar en su búsqueda. La suerte premió su iniciativa. Muchas horas después de meterse en el mar y ser arrastrado por la corriente, oyó el típico ruido de una torpedera y pudo atraer su atención. Gracias a las indicaciones que supo darles a quienes lo rescataron, fueron salvados los maltrechos sobrevivientes de su tripulación.

A raíz de este episodio, nueve años después, acosado por crecientes dolores y dificultades motoras, JFK, el entonces senador por Massachussets, decidió someterse a una arriesgada operación de columna que lo tuvo en cama, luego de pantuflas y en rehabilitación prácticamente un año.

Para mantenerse ocupado escribió su segundo libro “Profiles in Courage” sobre ocho senadores que a través de la historia de su país arriesgaron su futuro, reputación y fortuna por un tema de principios o de honor. Varios pudieron fácilmente esquivar el bulto, al no explayarse sobre un asunto importante. Otro de ellos sufrió tremendas presiones para apoyar una moción popular (el impeachment de A. Johnson). No hacerlo era su tumba política y la ruina de su familia, pero tuvo la valentía para mantenerse en lo que creía correcto. El último de sus héroes, por razones de principio lanzó una cruzada defendiendo una causa sobre la cual ni el Senado, y menos el pueblo, (la no retroactividad del delito) querían escuchar. Nadie le exigía, al senador Taft, semejante sacrificio. Le dijeron que le iba a costar el liderazgo de su partido y las chances de ser electo presidente, pero persistió en su tesitura, con resultados muy negativos para su imagen e influencia. Para John Kennedy, el coraje era el rasgo que diferenciaba a los seres humanos y era la característica que él admiraba y lo seducía. Luego del bochornoso episodio de la Bahía de los Cochinos, el recién electo presidente debió parecer flojo e inexperto a los líderes soviéticos; tenebrosos personajes cada uno de ellos, sobrevivientes de frecuentes purgas y partícipes y testigos de horrendos crímenes.

El 3 de julio de 1961 se encontraron en la cumbre en Viena, Krushchev y el joven presidente norteamericano. El contraste era enorme. La apariencia debe haber engañado al secretario general del partido comunista, haciéndolo pensar que este era un “niño bien”, confundiendo la amabilidad y elegancia con debilidad. El hecho es que poco después los rusos dieron la orden de instalar los misiles nucleares en Cuba. Una vez operativos, pensaron ellos, terminaría siendo esto un “fait accompli”, ya imposible de revertir, dando un vuelco al equilibrio estratégico entre estos dos adversarios. Además, la nueva realidad que habrían impuesto los soviéticos tendría enormes implicancias políticas para ambas potencias en el resto del mundo.

Es probable que los asesores de Nikita Krushchev y de otros miembros del Politburó no hayan entendido lo que entrelíneas dejaba trascender Kennedy en sus escritos. Su admiración por el coraje, el respeto por el honor y su compromiso con ambos valores. “No hay que dormirse y a los tiranos hay que pararles el carro temprano”. Debe haber sido grande su sorpresa por la decidida y firme reacción de los EE.UU. al enterarse de la temeraria instalación de los misiles nucleares en Cuba. El presidente le exigió el retiro de los misiles, impuso una cuarentena naval y dispuso una movilización parcial y estado de alerta. Esa exigencia debe haber sido un bocado difícil de tragar.

Los rusos se dieron cuenta que de no acatar la advertencia pondrían en peligro la paz mundial y ambos negociaron una salida del embrollo. A cambio del retiro de los misiles, EE.UU. ofreció retirar meses después, los suyos de Turquía, (ya bastante obsoletos). También habrían prometido no invadir Cuba.

“Sin coraje, las otras virtudes carecen de sentido”. Sabias palabras de Sir Winston Churchill.

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