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El viento revolucionario

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MARTÍN AGUIRRE
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Tal vez por nuestro tamaño, tal vez porque aquí no se generan noticias impactantes, tal vez porque gran parte de los uruguayos tenían un padre o un abuelo inmigrante, pero las noticias globales ocuparon siempre un espacio privilegiado en Uruguay.

De hecho, en El País solían abrir el diario, y en los tiempos dorados este periodista llegó a editar 14 páginas de domingo solo de noticas extranjeras.

Esto tuvo un freno a principios de los 2000. El “nuevo uruguayo” que levantó al país de aquella crisis, parecía más preocupado por validarse a sí mismo que por entender el resto del mundo. Las publicidades de TV, los títulos de los libros más vendidos, todo era un canto al uruguayismo. Algo que tuvo su pico con el “proceso Tabárez” y el auge de Mujica, que llevó el culto a la pequeñez nacional (alguien podría decir mediocridad) a categoría de religión laica.

Pero ese proceso, que ha ido decayendo con los años, tiene un riesgo muy grande: Uruguay es apenas una hoja flotando en el mar, y las tormentas del entorno, eventualmente lo sacudirán.

Esta eterna introducción fue generada por el diálogo esta semana con dos buenos amigos colombianos. Y su frustración por el estallido de violencia social que golpea a su país pero, sobre todo, por la visión que perciben es hegemónica en el resto del mundo sobre lo que allí está pasando.

Esa visión azuzada por agencias de noticias y algunos dirigentes políticos, se traduce en lo siguiente: Colombia es un país que mantiene abiertas las heridas de una guerra civil, tiene unos gobiernos de derecha insensibles y violentos, que ante un reclamo social justo y legítimo, reaccionaron con saña criminal, causando cientos de muertos y “desaparecidos”.

La visión de los amigos periodistas colombianos no podía ser más diferente. Hablan de un país que ha hecho culto de la seriedad institucional y su identidad democrática, que mantuvieron incluso en las peores crisis. Un país que venía navegando relativamente bien sus contradicciones políticas, creciendo y distribuyendo los frutos de ello de manera sustentable, y que de manera casi milagrosa se había sobrepuesto a medio siglo de guerrillas, al boom de los carteles de la droga, y últimamente a la bomba migratoria de Venezuela. Dos millones de venezolanos escapados de la implosión bolivariana viven hoy en Colombia.

Estos periodistas admitían excesos en la represión, la falta de carisma y sentido de oportunidad del presidente Duque al plantear su reforma tributaria, pero aseguraban que la misma era de tono “socialdemócrata”, y que hablar de “desaparecidos” en 2021 en Colombia era una ridiculez.

La pregunta era obvia: ¿cómo puede ser que la percepción de quienes estamos fuera sea tan diferente? El chivo expiatorio somos los propios periodistas, las agencias de noticias, a las que se acusa de pereza, de prejuicios, y de que muchas veces leen la realidad latinoamericana con ojos europeos. Y eso es lo que después consumimos el resto.

Pero el último punto de su explicación fue el más polémico. Y fue la asociación del proceso que se vive hoy en Colombia, a lo sucedido en Chile, y antes en Ecuador. Todos países gobernados por mandatarios no afines al “progresismo”, y que de golpe enfrentaron procesos insurreccionales que cuestionaban las reglas de convivencia. Ante el comentario incrédulo del uruguayo, un colombiano invitó a recordar la frase de Diosdado Cabello: “El viento revolucionario soplará en la región”.

Para ser sinceros, no compramos mucho esa explicación, que tiene un tufillo catingudo a “Plan Atlanta” o a tesis del Dr. Salle. Incluso pese a que varios dirigentes del Frente Amplio en algún momento llegaron a esbozar el argumento de revuelta “a la chilena”.

Pero también hay que ser cuidadoso con la soberbia. Desde hace años hay una corriente política en Uruguay, con significativo apoyo de sectores intelectuales y mediáticos, que cree que las particularidades nacionales en esta región son una mentira. Que somos todos parte del mismo proceso político y económico. Y que en la región más desigual del planeta, no es inaceptable salir a romper todo, si ello lleva a crear un nuevo paradigma de justicia.

¿Podría un fenómeno así ocurrir en Uruguay? ¿Qué pasará cuando termine la pandemia y podamos ver con claridad el estrago económico que deja?

Hay un tema clave para responder esta pregunta. Los países que han mejorado más la vida de su gente en el último siglo, ¿apuntaron a procesos políticos estatistas y corporativos, o más de tono liberales? ¿Lo hicieron por una reacción rápida y furiosa de una minoría incendiaria, o en base a procesos largos apoyados por una institucionalidad sólida?

Todas estas preguntas llevarían a descartar un empuje insurreccional como solución a nada, menos todavía en países con gobiernos democráticos. Y sin embargo, estos parecen cada vez más frecuentes, al menos en nuestro continente.

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