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Veintidós años no es nada

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MARTÍN AGUIRRE
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El viernes se cumplieron ocho años de la muerte de Hugo Chávez. Parece que fue ayer su última visita a Uruguay, cuando allá por 2011 se reunió con Mujica, y cantó “A Simón Bolívar” con Larbanois (o Carrero) en medio de un recibimiento apoteósico en la Facultad de Medicina.

En el momento de escribir estas líneas, el comandante nos mira inquisidor, desde un póster que cuelga en la biblioteca de este autor. Parte de la parafernalia bolivariana que se trajo de cuando le tocó ir a cubrir los funerales de Chávez en Caracas, una de las experiencia periodísticas más marcantes de su carrera. El texto es revelador: “Libertador del siglo XXI, Cristo de los pobres, que vive y vivirá por siempre. Hoy tenemos patria”.

Curiosamente, en la biblioteca Chávez comparte espacio con Patricio Aylwin en una réplica de la tapa de El Mercurio del día de su muerte, que coincidió con una reunión del Grupo de Diarios América, cuyos integrantes acompañamos en portada al extinto presidente. Difícil imaginar a dos líderes más diferentes. Y, sobre todo, legados más contrapuestos. Por algún motivo extraño, Chile y Venezuela acostumbran aparecer siempre en los debates políticos de América Latina. Chile, el ogro neoliberal, capitalista y desigual, que todo progre bienpensante “ama odiar”, como dice Ice Cube. Y Venezuela, el ejemplo perfecto de la debacle del socialismo “Siglo XXI”, caballito de batalla de todo “fachito engominado” que discuta sobre política e ideología.

Los números muestran que es un contraste ridículo. Chile, con sus problemas, es un país que en el último medio siglo ha mejorado en todos los indicadores de bienestar. Venezuela..., por donde empezar. Cinco millones de emigrantes, más de 80% de pobreza, una economía que cayó 70% en los últimos 7 años. Además, claro, de las violaciones masivas a los derechos humanos denunciadas nada menos que por Michelle Bachelet. Sí, chilena.

El punto de todo esto es que hoy es raro encontrar a alguien que defienda el modelo venezolano. Por eso llamó la atención que un diputado del Frente Amplio como Daniel Caggiani, usual portavoz de esa coalición opositora en política internacional, se largara con un comentario al filo de la lágrima en recuerdo al comandante, “incansable sembrador de sueños en un continente que padece el trastorno de las desigualdades. Su legado estará presente en la integración de nuestros pueblos y en la felicidad de los eternos olvidados”.

Más allá de la sensiblería meliflua, de la sintaxis no apta para diabéticos, el comentario es una muestra de cómo algunos dirigentes pueden aislarse de la realidad.

A ver... ¿cuáles son las grandes consignas con las que los partidos socialistas o “de izquierda” suelen ofrecerse a la ciudadanía? Prosperidad (bueno, eso todos), eliminar la pobreza, pero sobre todo combatir a la riqueza como forma de lograr una mayor igualdad en la sociedad. Además, claro, de una sensibilidad humana, cultural, en contraste con el economicismo insensible del capitalismo rapaz.

Venezuela cumplió ahora en febrero, 22 años de proceso “bolivariano”. Plazo en el que el gobierno eliminó toda oposición, cualquier control institucional, o equilibrio de poder. O sea que el gobierno ha hecho y deshecho a voluntad al país. No ha tenido “embargo” como Cuba, ni interferencias externas a las que se pueda culpar seriamente de afectar ese proceso. Seriamente, decimos.

Y, sin embargo, el resultado es todo lo contrario a lo que suele ofrecer “la izquierda” en sus propuestas. Pobreza, violencia, pérdida de cualquier atisbo de democracia, y una desigualdad rampante. Hoy en día la gente que tiene acceso al cambio oficial, se hace millonaria en un día. Y quien trabaja y produce, gana 20 dólares por mes. Pavada de “patria financiera”. Y esto no es discutible con argumentos de que es propaganda de “los grandes medios”. Le puede preguntar al chofer de Uber, a la que atiende en el Kinko, al que hace cola para sacarse la cédula. Y le contará cosas mucho peores que las que ve en la BBC. Entonces, ¿por qué un político uruguayo destacaría un proceso como el venezolano o a un líder como Chávez? ¿Qué tenemos para aprender en un país con la cultura y tradición política de Uruguay, de lo que pasó allá?

Más allá de esa tara genética que cargamos los latinoamericanos, que nos hace débiles ante los caudillos providenciales, si algo podemos aprender de la herencia de Chávez es que muchas de las recetas que se nos ofrecen como solución a los problemas: aumento de impuestos, estado controlando economía y vida de la gente, gobiernos sin límites institucionales, “redistribución de la riqueza” por parte de la burocracia, solo terminan causando males peores que los que venían a arreglar.

Y que el fanatismo en política, el efecto cámara de eco que hace que muchas personas se construyan “realidades alternativas”, inmunes a los hechos, ni empezó con las redes sociales, ni se terminó con Trump. Y obliga a las sociedades a estar siempre atentas, para no tropezar por vez número 20, o 22, con la misma piedra.

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