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Las urnas, la muerte y las sorpresas

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La victoria blanca en Cerro Largo fue un alivio. No porque la campaña haya reavivado pasiones genéticas por la divisa, hace tiempo adormecidas por la exposición laboral de los seres de carne y hueso que hoy la representan.

La victoria blanca en Cerro Largo fue un alivio. No porque la campaña haya reavivado pasiones genéticas por la divisa, hace tiempo adormecidas por la exposición laboral de los seres de carne y hueso que hoy la representan.

El alivio fue porque no se cumplió la profecía de la senadora Topolansky, que había anunciado que su gran satisfacción sería una victoria del FA en ese departamento, ya que en ese caso, “los blancos se nos suicidan”. Con la frágil situación demográfica del país, difícil que las arcas del BPS pudieran resistir la súbita desaparición de un número semejante de aportantes.

Pero, sin embargo, la muerte y la falta de grandeza estuvieron rondando esta semana de manera implacable. En especial, con la polémica en torno al Partido Colorado, cuyos resultados lo han puesto un pie más cerca de la extinción. Y, como cada vez que surge este debate, la presencia del diputado Amado en la TV y las radios se hace hegemónica.

Y el propio viernes, dos fallecimientos sacudieron a la opinión pública, y tiraron por tierra las previsiones para esta columna. El primero, el del “bluesero”, BB King, cuya muerte a los 89 años es significativa a varias bandas. En su país, más allá de lo musical, era una figura emblemática por ser uno de los últimos testigos de los cambios sociales que ha pasado EE.UU. en el último siglo.

Un hombre que empezó trabajando en un campo de algodón en Misisipi, en un clima de pobreza no muy distinto al de sus familiares que conocieron la esclavitud. Hizo el viaje obligatorio hacia el norte, a Chicago, donde triunfó y prosperó, al punto que poco antes de su muerte protagonizó un histórico show nada menos que en la Casa Blanca, donde cantó a coro con el presidente Obama. En momentos en que resurgen tensiones raciales en ese país, una figura capaz de narrar en primera persona los cambios vividos en su patria en apenas una generación, de seguro se va a extrañar.

Y en Uruguay también. Viendo las reacciones ante la noticia, queda claro que los shows que hizo en Montevideo a principios de los ‘90, marcaron a una generación. Una generación bisagra de esa época posdictadura, y a la que la llegada de figuras internacionales como BB King o aquel concierto de Mano Negra, significaron un sacudón significativo.

Pero la noticia excluyente, para el país en general, y para El País en particular, fue la partida de don Carlos Maggi, figura consular de la cultura nacional del último medio siglo, por lo menos. Es poco lo que se puede agregar a lo dicho en estos días por gente de veras relevante. Aunque este articulista tal vez pueda aportar algún granito de arena que ayude a comprender lo que significa su pérdida.

Algunos años atrás el Dr. Maggi, junto a otros columnistas de El País, como Rodolfo Sienra, se encontraba embarcado en una campaña apasionada para impulsar la Concertación electoral entre blancos y colorados. En ese camino tuvo a bien invitar a almorzar a quien escribe, que se había mostrado reticente a que El País como medio, asumiera un rol institucional de impulso en ese sentido. La charla avanzaba de manera agradable hasta que de forma algo impertinente se le planteó a Maggi cómo era posible que alguien que reivindicaba un batllismo originario, fuera tan duro en sus columnas contra las empresas públicas.

La manera en como gentilmente despreció la sesuda pregunta con alguna referencia a las décadas de experiencia y aprendizaje entre el planteo original y el resultado actual, fue una lección implacable tanto de historia como de sentido común.

Pero más allá del apunte humano, a nivel público la muerte de Maggi implica la partida de uno de los últimos cultores de una forma de debatir que ya no se ve. Alguien capaz de tomar una bandera, ya sea la de la lucha contra el tabaco, la de la defensa de la energía nuclear, o la del combate contra los monopolios estatales, e impulsarla hasta sus últimas consecuencias. No era un analista, un mero testigo, sino que desde su tribuna se convertía en actor de la realidad a la que buscaba cambiar sin complejos. Una forma de entender el periodismo que puede resultar ajena para las nuevas generaciones, pero que fue determinante en la evolución del país. Y que lograba convertirse en una voz escuchada por gente que podía estar en las antípodas de su manera de pensar.

Dos cualidades que, como queda claro en el inicio de este artículo, no abundan demasiado en la política nacional de hoy.

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Martín Aguirre

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