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Encuentre las diferencias

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En Uruguay se plantea un debate flechado. Se suele contraponer un modelo económico “social”, protagonizado por empresas públicas, cooperativas, autogestionadas y benefactoras, versus otro capitalista, corporativo, rapaz, donde lo único que importa es el dinero, y nunca se rinde cuentas por los excesos implícitos en el mismo. Dos hechos ocurridos esta semana golpean en la línea de flotación de esta visión idílica.

En Uruguay se plantea un debate flechado. Se suele contraponer un modelo económico “social”, protagonizado por empresas públicas, cooperativas, autogestionadas y benefactoras, versus otro capitalista, corporativo, rapaz, donde lo único que importa es el dinero, y nunca se rinde cuentas por los excesos implícitos en el mismo. Dos hechos ocurridos esta semana golpean en la línea de flotación de esta visión idílica.

El primero ocurrió en Washington, el pasado miércoles, cuando Michael Horn, jefe máximo de la filial americana de Volkswagen, debió comparecer ante un comité parlamentario para dar explicaciones sobre el escándalo que afecta a esa empresa, luego de que se descubrió que había instalado un software en miles de autos para evitar los controles de emisión de gases que potenciarían el cambio climático.

Este tipo de comparecencias suelen ser terribles para los que las padecen. El señor Horn resistió como mejor pudo las dos horas de humillaciones y pasadas de cuenta de la veintena de legisladores americanos, que le dijeron de todo menos lindo, ante la presencia de todos los medios del mundo, y transmitido en directo por la TV pública de ese país.

Vale la pena ver un rato de esa escena para comprobar cómo los errores o excesos empresariales en Estados Unidos se pagan no solo con millonarias indemnizaciones, con la cabeza de los principales ejecutivos de las compañías, y con estrepitosas pérdidas de capital en la bolsa. Además, se tiene que dar la cara y aguantar el chaparrón de la indignación popular. Vale señalar, al pasar, que la maniobra de la empresa fue detectada en Estados Unidos y no en Europa, pese a que la versión popular es que en ese continente existen muchos más controles y límites a la avaricia de esas malvadas corporaciones, que reinarían absolutas en el gran Satán del neoliberalismo.

Algunos kilómetros al sur, un evento distinto ocupaba los titulares de un diario. De este diario.

La noticia era que una pérdida en un trasvase de combustible realizado por Ancap había volcado unos 100.000 litros de combustible en las aguas del río Uruguay.

La cosa, ya de por sí grave, se fue poniendo peor con las horas, ya que luego se supo que en realidad el derrame había sido del doble de lo previsto, y que la empresa había demorado 16 horas en avisar a la prefectura y a OSE, cuya toma de agua para abastecer a la población local, se encuentra a pocos metros de donde se produjo el derrame. Un apunte: sería interesante saber quién fue el genio que decidió poner una toma de agua potable a metros de un sitio de trasvase de combustible.

En los hechos todo esto motivó que la población de Paysandú tuviera horas saliendo agua con combustible por las canillas de una de las ciudades más grandes del país, que la empresa de suministro de agua recién se enterara por las quejas de la población que abría la canilla y sentía olor a querosén, y que se produjera un daño ambiental que el catedrático de la facultad de Ciencias, Daniel Panario, calificó como un “desastre”.

Todo eso en un curso de agua compartido con otro país, y cuyo cuidado ambiental ha sido fuente de más de un dolor de cabeza. Menos mal que ya no está Néstor, que Picolotti está procesada, y que toda esa gente está en otra cosa.

Ahora bien, ¿cuál ha sido la reacción de Ancap ante el problema? Nada. Ni indemnizaciones a los afectados, ni cabezas de responsables, ni anuncios de medidas drásticas para contener el daño, ni promesas de que nunca más va a pasar, ni pérdidas de capital en la bolsa (su propiedad no es pública, sino estatal). Ni siquiera una conferencia de prensa para explicar el alcance y los motivos de los hechos. Y por supuesto, que ni el presidente ni ningún jerarca de la empresa se acercó a la zona a dar la cara.

Simplemente pongamos en contexto la diferencia de los hechos. Lo de la automotriz fue un toqueteo del sistema de regulación de emisiones, algo que afectará su credibilidad y podría configurar eventualmente un daño ambiental insignificante. Que ni siquiera sería notado en Uruguay ya que acá no se exige ese tipo de control. Lo de la petrolera fue un daño directo a la salud de miles de personas, un golpe palpable al frágil ecosistema del río, y a la imagen internacional del país a la que tanto hemos apostado.

Pero siendo como es una empresa “de todos”, la reacción ha sido el secretismo, el ninguneo, el mirar para otro lado, el no rendir cuentas a la población, a sus dueños, ni siquiera de la manera más tangencial. ¡Igualito!

Pero hay una explicación. Tal vez sus autoridades estaban demasiado ocupadas explicando a los inquisitivos legisladores de la oposición como fue que gastó 5 mil dólares en publicidad en una radio que todavía no existía. Las prioridades de unos y otros, no se puede dudar, están muy bien enfocadas.

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Martín Aguirre

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