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Una división artificial

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Martín Aguirre
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Por estos días, sobran motivos para el pesimismo. La mugrera del fútbol, el incidente en Toledo, el debate sobre la embajadora para Vietnam, muestran distintos niveles de la decadencia nacional.

Un colega más veterano comentaba desolado "qué país que estamos dejando". Y es verdad. Pero hay un problema aún más grande que todos estos en Uruguay: el derrotismo.

Una de las cosas que impactan cuando se observa la realidad uruguaya desde el exterior, es la pequeña escala de los problemas que nos asfixian. La delincuencia, la marginalidad, la educación, la crisis de los sectores productivos. Todos son temas reales, serios, que amenazan el futuro del país tal como lo conocemos. O como nos gustaría creer que lo conocemos.

Y sin embargo, el último medio siglo está lleno de ejemplos a lo largo de todo el mundo de países con desafíos mucho más complejos que los nuestros, que han logrado enderezarse. Países que debieron padecer sistemas comunistas que arrasaron sus economías, otros que enfrentan conflictos raciales y étnicos, algunos que sufrieron las peores formas de colonialismo. Y que, sin embargo, han cambiado la pisada. Los ejemplos abundan, pero mencionar cada uno, implica dar pasto para que el clásico "yorugua" salga a buscar defectos o particularidades que lo harían incomparable a nosotros.

Pero piense el lector por un momento. Uruguay tiene un problema de marginalidad en los asentamientos. ¿De cuanta gente estamos hablando? ¿Cien mil? ¿Doscientos mil? ¿Cuantas viviendas habría que construir en un país donde la tierra sobra?

Uruguay tiene un problema educativo. Pero tiene un sistema que llega a todos los rincones del país y que abarca a casi toda la población. ¿Qué tanto puede costar cambiarlo y dejarlo afinado?

Uruguay tiene un problema de delincuencia. ¿Puede ser peor que lo que pasó Colombia con los carteles? ¿EE.UU. con las pandillas y los conflictos raciales? Y ellos, mal que bien, lo encaminaron.

En el mundo de hoy, con las posibilidades que brinda el sistema económico global, un país como Uruguay, no puede no prosperar.

Ahora bien, ¿por qué parece tan difícil encontrar los consensos que permitan tomar medidas básicas para torcer el rumbo desesperante que lleva el país hoy? Acá arriesgaremos una teoría personal: los consensos existen, el problema es que no se pueden implementar.

En los grandes temas del país, desde la educación hasta la seguridad pública, pasando por la inserción internacional o las relaciones laborales, hay una abrumadora mayoría de los uruguayos que piensa lo mismo. Sucede que están separados por divisiones artificiales que hacen imposible que esos consensos se traduzcan en hechos.

Por un lado, porque el esquema actual hace que pequeños grupos con visiones extremistas tengan un peso mucho mayor del que deberían. Por otro, porque hay cuestiones atávicas ideológicas que potencian esta división.

Un ejemplo. Quien siga estas columnas habrá visto una recurrente insidia contra ese sector del oficialismo que podríamos definir como un intelectualismo progre, urbano, clase media, cuya traducción electoral rodea a quienes apoyan a Constanza Moreira.

No es mala fe, pero basta escuchar a los dirigentes que representan a esos sectores, muchas veces gente joven, viajada, formada, y es difícil saber si reírse o llorar. Sus discursos exudan un resentimiento, una visión marxista con olor a años 60, un tono confrontativo... Lo más sorprendente es que cada país que ha intentado poner en práctica ese tipo de ideas, se ha hundido en la miseria y el autoritarismo. Pero a la hora de debatir, siempre responden al antagonista de turno con un punto de soberbia y agresividad que no solo es absurdo en base a la experiencia mundial, sino que dinamita todo puente de diálogo.

Lo curioso, es que en la vida personal, se trata de la gente con la que hay más puntos de contacto. El autor está lleno de amigos de toda la vida, que políticamente caminan por esos caminos. Diseñadores gráficos, sociólogos, que han vivido en Nueva York, en Barcelona, y en la corta te hablan maravillas de la forma de vida del primer mundo. Pero cuando hay que hablar de política, los invade un radicalismo casi caricaturesco.

A veces Uruguay da la sensación de padecer una lucha de clases, pero no de Casavalle contra Carrasco, o Las Láminas de Artigas contra Parque Miramar. Es Parque Rodó contra Pocitos, es Malvín contra Punta Carretas. Las razones de este antagonismo fratricida escapan al autor. Hay quien dice que siempre fue así, que por algo buena parte de la cúpula tupamara era gente de clase media y alta. No sé.

Lo que sí parece claro es que el país hoy vive una fragilidad alarmante. Que hay reformas y medidas que tomar en forma urgente, para no seguir cayendo en un pozo del que va a ser muy difícil salir. Y que no hacerlo por divisiones artificiales sería un crimen. Ahí sí que habría motivos para lamentarse de ese "país que estamos dejando", del que hablaba el amigo del principio.

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