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Cuba, Obama y las telas de araña

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El contraste entre las dos imágenes no podía ser más revelador. De un lado, un hombre joven, sonriente, activo, hace un anuncio histórico en tono jovial, con citas a Martí y palabras de concordia en un digno español. Del otro, un señor muy mayor, vestido con uniforme militar retro, frente a una pared adornada con fotos en sepia, que podría asemejar la sede de algún club de barrio montevideano, balbucea consignas, cita a su propio hermano, y se despide con mirada cansada. Así nos enteramos del inicio del fin del último foco de la guerra fría en el hemisferio. Así comenzó el deshielo político en el Caribe. Nada más que con un cuarto de siglo de atraso.

La decisión de Barack Obama de cambiar de forma drástica la política de Estados Unidos hacia Cuba tras casi 60 años de enfrentamiento, es algo tan removedor como esperable. Todo se reduce a dos conceptos irrebatibles mencionados por el mandatario norteamericano; por un lado se trata de una política definida cuando la mayoría de los

El contraste entre las dos imágenes no podía ser más revelador. De un lado, un hombre joven, sonriente, activo, hace un anuncio histórico en tono jovial, con citas a Martí y palabras de concordia en un digno español. Del otro, un señor muy mayor, vestido con uniforme militar retro, frente a una pared adornada con fotos en sepia, que podría asemejar la sede de algún club de barrio montevideano, balbucea consignas, cita a su propio hermano, y se despide con mirada cansada. Así nos enteramos del inicio del fin del último foco de la guerra fría en el hemisferio. Así comenzó el deshielo político en el Caribe. Nada más que con un cuarto de siglo de atraso.

La decisión de Barack Obama de cambiar de forma drástica la política de Estados Unidos hacia Cuba tras casi 60 años de enfrentamiento, es algo tan removedor como esperable. Todo se reduce a dos conceptos irrebatibles mencionados por el mandatario norteamericano; por un lado se trata de una política definida cuando la mayoría de los habitantes de su país ni siquiera habían nacido. Por otro, lo ridículo de pretender obtener resultados diferentes, haciendo siempre las cosas de la misma manera. Y la verdad es que la presión estadounidense sobre Cuba, lejos de haber logrado cambios políticos de fondo, ha sido el flotador que ha dado argumentos y justificaciones a la dinastía Castro para mantenerse navegando sobre la balsa de un sistema perimido en casi todos los países del mundo donde se intentó algo semejante.

El rol central que ha jugado Cuba en la región es algo digno de estudio y que excede en mucho su peso económico y estratégico. Fue la última colonia española en independizarse. Fue el primer campo de batalla de Estados Unidos en su camino a convertirse en la potencia hegemónica global. Fue la cabeza de puente de la influencia comunista durante la guerra fría y el centro neurálgico desde donde se quiso extender a todo el continente. Hoy es, tal vez junto a Corea del Norte, el último bastión de ese sistema político, al menos en su formato más puro.

Y si hay un país donde el proceso cubano tiene una trascendencia desproporcionada es Uruguay. Tal vez tenga que ver con que son los dos países con la población más envejecida del hemisferio. Pero la cantidad de espacio que Cuba ocupa en la discusión pública en este país no deja de ser llamativo, y excede en mucho lo que se puede ver en el resto de las naciones latinoamericanas.

Será una cuestión generacional, pero al autor no deja de asombrarle todas las veces que la palabra Cuba surge en los choques políticos, en los artículos de prensa (incluso en este diario), hasta en los planteos sindicales. Esa enorme bandera cubana que ondea en un edificio de Bulevar Artigas y que muchas veces hace preguntarse qué es lo que quiere significar en realidad.

Basta ver la reacción de dirigentes políticos como nada menos que el vicepresidente del Frente Amplio, el aguerrido Juan Castillo, quien confesó haber “llorado desconsoladamente” al conocer la noticia. O que un dirigente sindical del sector más “moderado”, Fernando Pereira, diga que “el pueblo cubano sufrió de una manera digna y formó un país igualitario como un valor”.

Este exacerbado involucramiento con esa causa alcanza incluso a las figuras más renovadoras del oficialismo, como Mónica Xavier. Ahora… ¿cuál es la raíz de ese sentir? ¿Con qué parte de ese proyecto caribeño se sienten tan identificados?

Porque dejando eufemismos de lado, a esta altura nadie discute que el proceso cubano fracasó estrepitosamente en su tarea de dar un mejor nivel de vida a sus ciudadanos. Que cercenó libertades esenciales a cambio de supuestas mejoras sociales que nunca llegaron. Y que es difícil culpar de ello al embargo estadounidense, cuando todos los países que ensayaron algo parecido, tuvieron el mismo resultado miserable. Claro que los cubanos deberían ser libres de vivir en el sistema que les dé la gana (y que libremente elijan), pero ¿hay algún uruguayo informado que le gustaría en serio vivir como se vive allí?

El resto del mundo ha cambiado tanto en estas últimas décadas que se dan cosas como que el 70% de los cubanos de Miami, aquellos “gusanos, y no de seda” a los que se refería Benedetti, están de acuerdo con la apertura. Lo mismo que dirigentes republicanos clave como el senador Rand Paul, serio aspirante por ese partido a la Casa Blanca. Pero muchos parecen no haberse enterado. En Cuba, y también en Uruguay.

Si la movida de Obama es exitosa, y la apertura económica trae un huracán de liberalización política, será un soplo de aire fresco para el debate en toda América Latina. Quizá, a su paso, el temporal se lleve también algunos mohos y telas de araña que enturbian tanto la discusión política en Uruguay.

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Martín Aguirre

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