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La calle es de ellos

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Seis de la tarde de un agobiante lunes de Carnaval en el barrio Casabó. Juan, abrumado por el calor, decide subir a su moto para ir hasta el almacén a buscar algo fresco de tomar. Juan no es el vecino promedio del barrio. Aunque en cierta forma sí lo es, ya que su familia ha vivido siempre allí. Pero no es tan habitual que a un vecino de Casabó le hagan notas en los diarios y en la televisión.

Es que Juan tiene una vida un poco diferente a la de la mayoría de sus vecinos. Gracias a que su padre fue “caddie” en el Club del Cerro, y a que desde muy chico le puso empeño, corazón y garra a un talento natural, es hoy el mejor golfista “amateur” de América del Sur. Ha viajado y jugado en algunas de las canchas más emblemáticas del mundo, como la del aristocrático club Saint Andrews en Escocia, la cuna del deporte. Pero hay una larga distancia entre el “Royal and Ancient Golf Club” escocés y las calles de Casabó de donde Juan nunca ha querido moverse, pese a su casi segura carrera prof

Seis de la tarde de un agobiante lunes de Carnaval en el barrio Casabó. Juan, abrumado por el calor, decide subir a su moto para ir hasta el almacén a buscar algo fresco de tomar. Juan no es el vecino promedio del barrio. Aunque en cierta forma sí lo es, ya que su familia ha vivido siempre allí. Pero no es tan habitual que a un vecino de Casabó le hagan notas en los diarios y en la televisión.

Es que Juan tiene una vida un poco diferente a la de la mayoría de sus vecinos. Gracias a que su padre fue “caddie” en el Club del Cerro, y a que desde muy chico le puso empeño, corazón y garra a un talento natural, es hoy el mejor golfista “amateur” de América del Sur. Ha viajado y jugado en algunas de las canchas más emblemáticas del mundo, como la del aristocrático club Saint Andrews en Escocia, la cuna del deporte. Pero hay una larga distancia entre el “Royal and Ancient Golf Club” escocés y las calles de Casabó de donde Juan nunca ha querido moverse, pese a su casi segura carrera profesional en uno de los deportes más ricos del mundo. Y a que cada mañana debe recorrer casi toda la ciudad en su motito para llegar a Punta Carretas a entrenar.

Esa motito fue la que codiciaban los malvivientes que lo emboscaron al llegar al almacén. Y la razón por la que, sin decir “agua va”, a plena luz del día, le pegaron dos tiros que de milagro solo se saldaron con unas horas en el Pasteur. La suerte a veces se apiada de los que la merecen. A veces.

Son las 10 de la noche del sábado en Solymar. Marcela, a la que sus amigas llaman “Pochi” acaba de salir de su casa, después de comer una tortilla cocinada por su madre. Después de darle toda clase de garantías a su algo sobreprotectora familia, se junta con un grupo de amigas y su novio para ir a un concierto de reggae. Tras salir de la casa, caminaba por la avenida Giannattasio con su novio de gran charla con sus amigas. Tal vez comentando sobre como su mascota, Uma, casi se escapa de la casa cuando estaban por salir. O sobre los días en La Paloma que había pasado con su familia. O de como sus padres se habían puesto todavía más aprehensivos con sus salidas, después de que a su hermana Emiliana la habían querido violar en pleno día, a metros de una parada en una zona céntrica de Solymar. “Todos los malandros de Montevideo se vinieron a Ciudad de la Costa”, le insistía su madre.

La historia quedará trunca en ese punto. Una enorme camioneta Toyota que iba sin control, luego de que la pareja que conducía fuera alcanzada por 14 balazos lanzados por unos sicarios en medio de una persecución enloquecida en plena avenida, la arrancó de la mano de su novio, y puso fin anticipado a una vida inocente.

Pero la realidad no solo se conoce a través de los grandes dramas que salen en los diarios, hay historias mínimas que dicen mucho sobre el Uruguay de hoy.

Por ejemplo, ese mismo lunes, María decide aprovechar el feriado de Carnaval para llevar a sus nietos al parque de Villa Biarritz. En realidad no vive muy cerca, pero constatando que la ciudad es un desierto, decide largarse hasta allí ya que siendo uno de los lugares más céntricos (y cotizados) del barrio Pocitos, calcula que podrá dar rienda suelta a Jorgito, su nieto mayor, para que experimente con la bici que le trajeron los reyes.

Fue solo sentarse en el pasto y darse cuenta de su error. A pocos metros y bajo un árbol, cuatro o cinco personas rodeados de bolsas de nylon se abocan sin mayor disimulo a la tarea de fumar pasta base. “Bueno”, dice María, “mientras no molesten”. Sin embargo le cuesta quitar los ojos del grupito, menos aun cuando uno de sus miembros, sin remera y con tatuajes azulados de escasa definición, se le viene encima, caminando con paso decidido. “Marché”, piensa María. Pero no, el hombre la mira con cara seca, y sigue hacia unas casas que hay detrás. Pasados unos segundos incómodos María decide mirar disimuladamente a ver qué estaba haciendo. Tras esforzar la mirada al no hallarlo, junto a unas planta alcanza a ver la blancuzca piel del hombre, abocado a la tarea de aliviar sus intestinos pocos metros de donde los niños andan en bicicleta.

María decide que no da para más, junta a sus nietos, y se vuelve a su casa. Todo bien con el aire libre, pero será Pepa, esa chancha medio amorfa que tanto les gusta, la que deberá entretener a los niños esa tarde. Más seguro.

Esas tres historias podrían haber ocurrido cualquier semana, de cualquier mes, de los último años en Montevideo. Pero dio la casualidad de que coincidieron con la semana en la que el ministro Bonomi decidió lanzar una ofensiva mediática, dando entrevistas a (casi) todos los medios del país. Y de comenzar una millonaria campaña en TV para mostrar lo bien que está haciendo las cosas. “La epidemia de delincuencia está controlada”, le dice Bonomi al semanario Búsqueda. El sentido de oportunidad no parece ser su máxima virtud.

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Martín Aguirre

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