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El triunfo del espíritu

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Luis Alberto Lacalle
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La figura humana está, más que sentada, derramada sobre un extraño sillón con ruedas, provisto además de otro tipo de mecanismos.

Si la cabeza aparece en un primer momento como erguida, se debe a un soporte que aun así, no logra evitar que la misma se incline hacia la izquierda y que una mandíbula inferior saliente acentúe ese ángulo.

Las manos casi totalmente inservibles aparecen recogidas como garras y los anteojos mantienen un precario equilibrio sobre la nariz. A través de ellos brillan los ojos celestes. En ellos se ha refugiado la vida, tan derrotada en todo el resto de ese organismo devorado, macerado, aniquilado en su musculatura por la esclerosis amiotrófica lateral.

Los ojos y la mente de ese cuerpo de tantas maneras limitado son los que hasta ahora, en toda la historia humana, han visto más lejos y han razonado más hondo acerca del universo, su origen, sus límites, sus leyes físicas. Muy lejos pero aún no sabemos hasta dónde llega la inmensidad del espacio; muy hondo pero tampoco conocemos la causa primera de la existencia del mundo material. Lo que asombra y alecciona es que desde esa cuasi vida acotada se haya llegado hasta donde nadie hasta el día de hoy.

Stephen Hawking ha muerto a los setenta y seis años. El día que nació se conmemoraban trescientos años de la muerte de Galileo, otro gigante del saber. Durante su vida académica ocupó, en la Universidad de Cambridge, nada menos que la cátedra que fuera de Isaac Newton. En nuestro tiempo marcó una época en lo científico pero, sobre todo, simbolizó una épica lucha contra la adversidad, la supremacía del espíritu sobre la carne, el acto de voluntad capaz de vencer a un terrible mal.

Mucho se ha escrito y se escribirá sobre su vida y sus logros científicos. Las crónicas más superficiales abundarán sobre el hecho de que abandonó a su esposa por su enfermera, aún en condiciones físicas precarias; en que —siendo muy joven— durante una conferencia en la Royal Society, interrumpió al astrofísico Fred Hoyle para corregirle un error; en que, a pesar de su estado físico, en la botonera que activaba su sistema de comunicación, había uno destinado a los "jokes". Los que realmente saben de física, astronomía y aun filosofía, llegarán a más altos niveles. Para quienes somos simples mortales, lectores aficionados de todo lo interesante que se publica, nos resta el comentar esa vida y su trascendencia, su lección de superación, su valentía. Sobre sus teorías y descubrimientos, solo asomarnos y admirarnos.

Quienes hayan luchado con su inevitable "Breve Historia del Tiempo" de 1988, vuelta a editar más corta en 2005 bajo el título de "Aún más Breve" pueden —podemos— tener un atisbo de conclusiones tan difíciles de comprender como la de que el tiempo se "tuerce", se "dobla", no es lineal, que en los "agujeros negros" no rigen las leyes naturales de la física y demás cuestiones que nos llevan a reflexionar sobre la importancia del pensamiento abstracto, sobre el pensamiento científico llevado a los máximos extremos, su necesidad y su utilidad.

Desde el día primero en que el alma, el espíritu, se incorporaron a nuestra materia prima humana, la curiosidad, el reflexionar, el dimensionar y racionalizar el mundo externo al cuerpo de aquellos nuestros antepasados, fue una necesidad. Mucho más adelante el uso de herramientas y el dominio del conocimiento acerca de animales y plantas sirvió para mantener la vida, para mejorarla.

Pero un buen día o mejor dicho una buena noche, el cielo llamó la atención. Seguramente que en alguno de los desiertos del Medio Oriente, mirando en la claridad de esos cielos, rodeados por el silencio sobrecogedor de una naturaleza viva casi inexistente, surgieron las preguntas a las que aún hoy buscamos respuesta. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Hay otros mundos? El espíritu adquirió entonces un dinamismo que no ha cesado, el intelecto sanamente desbocado se lanzó a esa, la más grande aventura de la humanidad: encontrar respuestas. El cielo entreabrió sus puertas...

Desde los tiempos de Caldea los que miran al cielo se maravillan con lo que ven. En el pasado le atribuyeron condiciones de divinidad. Los que tenemos el don de la fe, cuanto más profundizamos en el conocimiento celeste, cuanto más avanzamos en el camino de la imagen, la medición en tiempo y en espacio, más nos reafirmamos que todo comenzó con una causa primera, a la que llamamos Dios.

Hawking no gozó del don de creer pero sí nos entregó el valor del saber como motor del alma humana y de la inagotable sed de conocimiento, como capaz de derrotar a la más vil enfermedad, venciendo los obstáculos más terribles del cuerpo. Lo que nunca pudo explicar el profesor de Cambridge es cómo comenzó el universo, desde la nada.

Vivimos rodeados, ahogados por incitaciones exteriores de imagen y datos inútiles. Nos aturdimos en su resonar, llenamos la mente de formas y colores innumerables. Todo en alto grado por temer al momento magnífico y deseado de estar con nosotros mismos, en la hora de la introspección. Nos atragantamos con ofertas materiales, todas ellas prometedoras de mejor vida, de instantánea satisfacción.

El espíritu sobrevive a todos estos yuyos y malas hierbas que le quitan su libertad, la libertad que a su vez es la que nos puede brindar el don único, inmensurable, infinito, consolador en la pena y valorador de la alegría que es el saber.

Los astros siguen girando, el máximo arquitecto e ingeniero los mantiene con su Providencia. Stephen Haw-king hoy sabe la respuesta final. Nosotros, aún de este lado de la muerte, somos gracias a él menos ignorantes y nos seguimos aferrando, por encima de las miserias de la materia, al alto vuelo de Ariel.

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