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¿El principio del fin?

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Francisco Faig
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Luego de que le confiscaran su puesto de frutas en una ciudad de Túnez y de ser humillado por oficiales municipales, Mohamed Bouazizi decidió inmolarse.

En ese momento, nadie imaginó que así se estaba dando inicio a las revueltas de varios pueblos del norte de África y Medio Oriente que se conocieron como la primavera árabe.

El ejemplo vale como comparación. Como en Túnez, es difícil saber concretamente cómo fue que la chispa de la movilización del campo se propagó tan rápido. Hay sí varias razones y todas vinculadas a un gran reclamo, sencillo y esencialmente justo: poder ganarse el pan con el sudor de la frente. El campo viene de una década de revolución productiva y modernizaciones formidables, pero su rentabilidad actual sufre por causa directa de una política económica que acumula atraso cambiario, inflación de costos de producción, pésimas infraestructuras e ineficiencia en la apertura de mercados.

Además, hay cierto hartazgo de la autocomplacencia progre, esa que cree que este es un sitio amable para vivir y que respira pereza ideológica y desdén hacia lo rural. Los ejemplos de ese desprecio, sobran: es Vázquez pidiendo más productividad al sector arrocero, cuando en realidad es de los más eficientes del mundo; o es Constanza Moreira emprendiéndola contra los grandes propietarios de la tierra porque considera que se benefician con altos arrendamientos, cuando en realidad ella misma, con disimulo pequeñoburgués, también integra esa élite de ingresos: su salario de senadora equivale a cobrar un arrendamiento de más de 1.000 hectáreas ganaderas. En general, es esa mezcla de envidia e incomprensión de parte de la extendida clase media funcionarial y clientelista que, por cierto, es percibida claramente por el mundo rural.

Como ocurrió al inicio en Túnez, también aquí es difícil evaluar la proyección de esta movilización del campo que ha prendido rápidamente en otros actores sociales y políticos. Primero, porque las soluciones de fondo implican un cambio de rumbo político que el Frente Amplio no está dispuesto a dar: mejorar la calidad del gasto público, terminar con el clientelismo y generar ahorros; abrirse al comercio mundial; poner a las empresas públicas, y sobre todo a UTE y a Ancap, al servicio del país productivo; subir el tipo de cambio; y mejorar la infraestructura con inversiones privadas.

Segundo, porque es un error subestimar los fuertes apoyos del gobierno. Para la liturgia de izquierda, liberar la importación de gasoil, por ejemplo, es ir contra la soberanía del país; aprobar tratados de libre comercio con Chile o con China es perjudicial; y privatizar el actual desastre de los ferrocarriles no es solución. Llegado el caso, no faltará el multitudinario paro general del Pit-Cnt que así nos lo recuerde.

Pero además, el extendido y tonto sentimiento de que este movimiento no debe politizarse, como si tanto enojo no debiera traducirse en un fuerte cambio de signo político del gobierno del país, impide proyectar un duradero largo plazo de acción reformadora.

Quizá al gobierno le alcance con tomar alguna medida para aflojar la cincha al campo y que resuelle un poco. Seguramente, este no será el principio del verano rural que terminará con la era frenteamplista.

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