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El año del ciudadano

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Este 2019 esta signado por los episodios de carácter electoral que se celebrarán en junio, octubre y -eventualmente- noviembre próximos.

La condición de “ciudadano” es la que abarca a la infinita variedad de personas que habitan en nuestro país, el común denominador que, ante la urna, establece la igualdad.

No existe el ciudadano en forma independiente de la persona que en la vida real es maestro, guardiacivil, obrero, empresario, jubilado, joven, viejo, profesional o artesano. Las organizaciones corporativas han procurado, en todo el mundo, organizar a los habitantes de un determinado país en función de sus actividades o intereses grupales. La democracia, por el contrario, busca la integración de todos en el momento de legitimar a los gobiernos mediante la creación de una categoría que abarque globalmente. Tarea más que difícil porque cada una de las segmentaciones sociales vive en función de ellas, sus intereses directos, su visión de la realidad está condicionada por esa pertenencia. Los intereses directos dominan lógicamente los juicios que se emitan sobre la situación nacional en cada momento.

La ciudadanía es como un traje que se viste quinquenalmente y que se concreta en el uso de la credencial cívica en ese instante en que se deposita el voto en la urna. La simplicidad del acto, su ejercicio normal rodeado de las garantías que son preciado tesoro del Uruguay, por esa misma normalidad no es siempre cabalmente valorado.

El llegar a las circunstancias en que en nuestro país se ejerce, no fue cuestión de un día ni resultado de magia. La lucha por las garantías del voto está sembrada de esfuerzos, de empeños colectivos e individuales que muchas veces incluyeron la ofrenda de la propia vida.

Para quienes servimos a la Patria en el Partido Nacional es una razón de existir. Nuestra divisa se ha engalanado, desde los días primeros, con dos conceptos centrales, esenciales: la defensa de nuestra soberanía y la pureza del sufragio.

Esa lucha por el derecho a votar sin presiones ni trampas se consagró en las leyes electorales de 1925, que son las que rigen aún en materia de garantías cívicas. Solamente cuando estas se pierden es que se las valora. ¡Cuánto recordábamos los derechos perdidos en los años 1973-1984! Cuán lejos de la calificación de “libertades burguesas” y por ende despreciables nos sentimos ante el embate de la subversión y la dictadura.

Recuperadas las mismas, renovada la natural sucesión de unos y otros en el ejercicio gubernativo, corremos el peligro de menospreciarlas, de ingresar a una anomia cívica, encandilados por la pretendida democracia directa y permanente de la expresión mediante redes o en el descaecimiento de los aspectos legales formales, esencia misma del derecho público nacional.

La singularidad del acto del voto está dada por dos valores únicos, propios de esa breve ceremonia ante la urna. El secreto convierte al ejercicio de ese derecho en el acto más libre que podemos imaginar. Ante las diversas opciones y en la soledad de su propia conciencia, el hecho de introducir en el sobre un simple papel impreso, se ejecuta con independencia total de toda influencia. Pocas veces se es más libre que en el cuarto secreto. Si a ello añadimos la igualdad en el conteo de cada una de las opciones a la hora del escrutinio, poco cuesta afirmar y recordar que ningún acto más importante ejecutaremos en la vida social. De ese voto surge la legitimidad del poder, de un poder que no tiene similar, que se impone -en el mejor sentido de la palabra- porque nace del consentimiento, de la participación de todos.

Este año tendremos hasta tres oportunidades de expresarnos en las urnas, todas similares pero no iguales.

Estamos convocados en junio para que, mediante un voto cuya emisión es voluntaria, elijamos al candidato a presidente de cada partido.

Parece poco inteligente no concurrir a votar. La reforma constitucional de 1996 fue revolucionaria. Los partidos fundacionales que la impulsaron trajeron dos grandes reformas al sistema electoral: eliminaron el doble voto simultáneo (la ley de lemas) y abrieron la designación de las candidaturas a presidente a la participación popular. Vale la pena recordar que fueron blancos y colorados los que lograron estas conquistas, quienes superaron los propios intereses para revitalizar el sistema democrático.

Ese voto, repetimos, es voluntario pero ¿cabe renunciar cuando se ofrece nada menos que la elección del candidato a presidente de cada partido?, ¿puede alguien decir que no le interesa? Quien se quede en su casa, para empezar, deberá abstenerse de criticar la calidad de las diferentes ofertas presidenciales pues pudiendo incidir, no lo hizo.

En octubre llega la gran elección ya que se elige tanto el Parlamento como el Poder Ejecutivo. La Constitución dice a los partidos, “presenten sus candidaturas con sus banderas símbolos y consignas. Si alguno de ellos obtiene la mayoría absoluta, será el Presidente de todos. Si no ocurre así, que los dos preferidos mayoritariamente, comparezcan a los treinta días, para resolver en forma definitiva, pero esta vez, sin lemas ni banderas partidarias; solo los dos nombres en cada una de las hojas de votación”.

El sistema depende del buen y prudente uso que se haga de este magnífico derecho. Hay tiempo para pensar, escuchar y sopesar las opciones hasta el minuto anterior al ingreso al cuarto secreto. Después de emitido el voto, no hay reclamo, hay que esperar cinco años para rectificar el error.

El país necesita su compromiso, el compromiso de todos.

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