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Vindicación de los doctores

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Quien recorra la historiografía nacional, cualquiera sea la corriente invocada, verá que, en la insoslayable dicotomía entre “caudillos y doctores” el trato hacia estos últimos está lejos de ser generoso.

Quien recorra la historiografía nacional, cualquiera sea la corriente invocada, verá que, en la insoslayable dicotomía entre “caudillos y doctores” el trato hacia estos últimos está lejos de ser generoso.

Uno de los más brillantes y consecuentemente destratado, ha sido Juan Carlos Gómez (1820-1884).

Irreconciliable con lo que llamó los bandos personalistas o el caudillaje, tal postura no lo acercó, sin embargo, a los partidarios de la Política de Fusión a la que consideraba “la sustitución de la soberanía del pueblo por un conciliábulo en el que un número más o menos escaso de individuos suplanta a la mayoría y a la minoría, para imponer a ambas la ley de un convenio entre ellos”.

Su ideal era un verdadero sistema de partidos similar al de los Estados Unidos o Inglaterra. Rechazado teórica o prácticamente por unos y por otros, Gómez protestaba: “No nos pongamos en ridículo a los ojos del mundo; no le mostremos tan profundo atraso, tan supina ignorancia de las nociones más triviales del gobierno representativo”. (El Nacional, septiembre de 1857). Entonces cruzó a Buenos Aires y allí vivirá el resto de sus días, austera y honradamente.

Durante los años del Principismo reapareció en el debate político oriental y sobre la nueva generación ejercerá su influencia y magisterio. Las llamadas, no sin malevolencia, Cámaras bizantinas de 1873 serán la breve ilusión principista.

Dice Alba Mariani: “Sus miembros gozaban de una elocuencia proverbial y una cultura de amplitud universal. […] En este período legislativo brillaron las controversias parlamentarias, sus discursos fueron los más ampulosos y eruditos”.

No pocos historiadores les reconocen las “buenas intenciones”: “Restablecimiento del orden administrativo, las garantías constitucionales, la tolerancia política, la libertad de prensa y asociación”. (Mariani). Pero no dejarán de reprocharles su ignorancia sobre los asuntos fundamentales del país y la dinámica de su sistema político, basado -luego de la Paz de Abril- más que nunca en la política de pactos sostenida por los caudillos. “Su idealismo -vehemente y ciego por entonces- hizo trastabillar hasta sus cimientos el régimen institucional, costosamente sostenido”. (J. A. Oddone, “El Principismo del 70”).

Más que desconocer las realidades del país, entendían que la ley, la seguridad y el orden precedían y eran condición al progreso material. Como Juan Carlos Gómez, admiraban “la evolución política inglesa” y la democracia de los Estados Unidos. Creían en el activismo partidario como fuente de democracia, libertad y autogobierno; defendían la ciudadanía municipal, la instrucción y la educación popular.

Javier Gallardo, en un trabajo imprescindible (Las ideas republicanas en los orígenes de la democracia uruguaya) sostiene:

“Desde la paz de abril de 1872 hasta el golpe militar de 1875 […] las huestes de políticos ilustrados […] buscaron convertir su prédica cívica e institucional en una efectiva acción legislativa.”

En 1874 sancionaron La Ley de Registro Cívico que estableció la inscripción cívica obligatoria. No era poca cosa sustraer la organización electoral de las manos del Poder Ejecutivo y su poder de fraude. También dictaron una reglamentación destinada a facilitar la ciudadanía de los extranjeros. Significativamente estos avances fueron dejados sin efecto por los autoritarismos subsiguientes.

Por todos estos principios había luchado Juan Carlos Gómez desde sus inicios:

“¿Qué es un partido político? ¿Qué es una religión? ¿Es el conjunto de sus dogmas, de sus principios, de sus propósitos, de sus fines, o es la falange de sus clérigos y de sus frailes? Si un partido, una comunión política, es el conjunto de sus frailes […] armonizar las prebendas y los oficios, arreglarse de manera que todos queden contentos, es mantener la unidad y salvar la religión del cisma.” (El siglo, 27 de septiembre de 1872).

Fue irreductiblemente colorado y en sus escritos dejó asentada su inquina hacia el partido blanco y sus hombres en textos durísimos. Pero nunca pidió la sangre del adversario, ni siquiera su exclusión puesto que “bajo la bandera de la patria caben todos los orientales”. Así, les dice a los blancos: “…venid a la vida de la libertad con vuestras creencias y vuestros propósitos; venid a dejar en el rodar del torrente de las ideas […] la brutal energía que puede servir al engrandecimiento de la patria”. (6 de octubre de 1872).

Juan Carlos Gómez es enemigo jurado de toda política de exclusión, salvo aquellas derivadas del juego democrático de las mayorías y minorías circunstanciales.

“Bajo el predominio de uno u otro elemento político habrá parias en la familia oriental, en todos los ramos de la actividad social. Cuando no sean excluidos por el degüello, por el destierro, por alguna de las torpezas de la arbitrariedad o de la fuerza, lo han de hacer por mil medios de favorecer a unos y perseguir a otros. […] La exclusión de partido desciende así de las altas regiones del Gobierno hasta los humildes menesteres de la vida, que se convierte en un martirio diario para el bueno…” (6 de octubre de 1872).

No es casual entonces, como lo recuerda Gallardo, “la veneración que [los principistas] profesaron tanto al expresidente blanco-fusionista Bernardo Berro, como al jefe civil de los conservadores colorados, el antifusionista Juan Carlos Gómez, considerados […] repúblicos ejemplares”.

Aunque derrotados por el cuartel, los principistas no desaparecieron luego de su período de apogeo. Asimilados a blancos y colorados contribuirán de manera principalísima a la creación de los renovados partidos del siglo XX.

En tiempos en los que parece triunfar el largo trabajo de zapa de varias generaciones de intelectuales contra aquella honrosa y bien ganada excepcionalidad uruguaya -país de paz, democracia, pluralismo y equidad-, en tiempos en los que la sociedad baila al son del candombe de José Mujica, probablemente sea tiempo de vindicar las virtudes de “los doctores”, estudiar sus afanes en perspectiva histórica y su innegable contribución al casi perdido modo uruguayo y oriental del que en un tiempo nos sentimos orgullosos.

Queda pendiente la indagación sobre el destierro de Juan Carlos Gómez del panteón de los próceres. Intentaré acercarme en el próximo artículo.

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Luciano Álvarez

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