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Seis cartas orientales

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El Paso de Pereira es un paraje aislado en el Uruguay profundo, en medio de dilatados montes criollos. Desde tiempos inmemoriales por allí se vinculaban Caraguatá, en Tacuarembó, y el extremo noreste de Durazno, cuando el río admitía ser vadeado. Pasaría un siglo desde los sucesos que contaré, para que un largo puente carretero uniera ambas orillas. Hasta entonces, desde el sur, las relativas comodidades del viaje terminaban en una humilde estación de tren: el kilómetro 329 de la vía Blanquillo. Luego, el caballo, los montes y el paso.

El Paso de Pereira es un paraje aislado en el Uruguay profundo, en medio de dilatados montes criollos. Desde tiempos inmemoriales por allí se vinculaban Caraguatá, en Tacuarembó, y el extremo noreste de Durazno, cuando el río admitía ser vadeado. Pasaría un siglo desde los sucesos que contaré, para que un largo puente carretero uniera ambas orillas. Hasta entonces, desde el sur, las relativas comodidades del viaje terminaban en una humilde estación de tren: el kilómetro 329 de la vía Blanquillo. Luego, el caballo, los montes y el paso.

Allí se escribieron seis cartas, entre el 4 y el 10 de mayo de 1897, que explican, como pocos documentos, el modo como los orientales construyeron y pensaron la patria. Gracias a la generosidad y la buena memoria de Ana Ribeiro accedí a las seis, publicadas íntegramente en las Memorias de Aparicio Saravia, editadas por Nepomuceno Saravia García en 1956, con prólogo del siempre recordado Enrique Beltrán.

El 5 de marzo de 1897 Aparicio había reanudado el alzamiento proclamado en noviembre del año anterior contra el gobierno de Iriarte Borda, terco representante del persistente exclusivismo colorado. Eran tiempos de abusos y elecciones fraguadas cuya sinécdoque es aquel telegrama del coronel Islas, jefe político de Flores: “Una vez más en lucha de uno contra cuatro y llena de dificultades, triunfó la lista del partido Colorado”.

Las batallas se sucedieron con suerte variada: Tres Árboles (17 de marzo), Arbolito (19 de marzo), Cerro Colorado (16 de abril).

En el lluvioso mayo de aquel 1897, el río Negro está crecido y separa dos ejércitos. En la margen de Durazno acampan los gubernistas, cu-yo jefe es Basilicio Saravia, uno de los dos Saravia colorados, dos años mayor que Aparicio.

Del lado de Caraguatá está Aparicio y su gente. Sobre el Paso de Pereira vigila una guardia blanca dirigida por otro de los hermanos, Mariano. “Desde las barrancas, los hombres se observan y se gritan”, anota Nepomuceno.

El 4 de mayo un bote cruza hacia Durazno, lleva la primera de las seis cartas donde tratarán, por un lado, los asuntos públicos que los dividen. Por otro, inextricablemente ligados, los afectos, la familia, los hermanos. En ellas se expresan de manera ejemplar dos versiones de lo oriental, dos talantes humanos y políticos.

Basilicio Saravia fue el segundo de los trece hijos del matrimonio de los brasileños “Chico” y Propicia. Fue el más dotado para los negocios -hizo una gran fortuna- y el único de los cuatro mayores -Gumersindo, él, Chiquito y Aparicio- que no murió en el campo de batalla, aunque no le era ajena la pasión combativa: “No sé qué tengo que me llama a la pelea”, confesó. Se enroló en el Partido Colorado a los 17 años y peleó contra la Revolución de las Lanzas (1870 - 1872) donde militaban sus hermanos; recibió una herida de consideración. Con el tiempo sería la figura más influyente del coloradismo en Cerro Largo y Treinta y Tres.

Basilicio es hombre de orden, tolerante y bien considerado, conservador, en el sentido tradicional del término.

Cuando se produjo la revolución del 97, el gobierno de Idiarte Borda le otorgó el grado de teniente coronel de Guardias Nacionales y en ese carácter haría toda la campaña.

Aparicio no es menos trabajador y escrupuloso que su hermano. Ha recorrido, tropeando, toda la república y se ha convertido en un baqueano sin par pero, a diferencia de Basilicio, la pasión por la ideas lo arrebata y este se lo reprochará en su carta del 5 de mayo: “Piensa como has manejado tu patrimonio particular”, seguramente aludiendo a lo acontecido en septiembre de 1896 cuando Aparicio puso sobre la mesa, a disposición del Directorio del Partido Nacional, sus títulos de propiedad, junto con los de Chiquito y Mariano: “Prefiero dejar a mis hijos pobres y con patria y no ricos y sin ella”, responde Aparicio.

Así las cosas, en Caraguatá, el revolucionario toma la iniciativa y cruza la primera carta por el Paso de Pereira: dura, escueta, de reproche.

“Mayo 4 de 1897. Señor don Basilicio Saravia. Mi estimado Basilicio: esta carta tiene por objeto deslindar nuestra respectiva situación y establecer desde ya nuestra norma de conducta en la guerra actual [...] cualquie- ra que no supiese que personalmente eres un hombre honrado, creería que si no te gustan los opresores, no te disgustan los rateros. [...] ¿Quien te obliga a un procedimiento tan indigno? Estás luchando contra tu propia sangre.[...] Debo olvidar el cariño que te he tenido y ver en ti sino a un enemigo de mi país y de mi causa. Haz tú otro tanto si crees que sirves a algo que valga la pena de ser servido y no te acuerdes más de mi nombre. Aparicio Saravia”.

Al día siguiente su hermano responde:

“5 de Mayo de 1897. Señor don Aparicio Saravia. Mi querido hermano [...] Ante todo empiezo por lamentar el extravío de tus ideas al extremo que obcecado los más caros sentimientos de tu corazón. No acepto el reproche que me diriges.”

En varios pasajes Basilicio procura mantener el afecto por sobre las distancias políticas y la guerra: “Cree firmemente que cualquiera fuera el lote que nos toque, yo no puedo ser refractario a los sentimientos de mi corazón y seguiré siendo tu hermano...”

Luego plantea los argumentos que habrá de repetir en las cartas siguientes. Por una lado reprocha a su hermano el daño que produce el levantamiento: “Estás empobreciendo al país, lanzando la riqueza pública y privada a una ruina fatal. [...]... esa revolución es una de las tantas calaveradas que han azotado el rostro de nuestra pobre patria empeñándola en veinte millones más, vertiendo sangre generosa de hermanos y distrayendo de las dignificantes tareas del trabajo a todo el país productor”.

Consecuentemente no ha de resultar extraño “que yo, colorado, soldado hace 26 años, yo, vecino y ciudadano, me preste a defender al gobierno constituido de mi país. [...] Yo soy soldado del orden y del respeto a todos los derechos”.

Ninguno se atreve, aun, a referir el agravio mayor que los agobia: la muerte, solo dos meses atrás, el 19 de marzo, de su querido hermano Chiquito, en los campos de Arbolito.

El tema aparecerá en la segunda carta de Aparicio.

(Continuará)

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Luciano Álvarez

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