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La querella de las mujeres

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Ha llegado el momento de que las severas leyes de los hombres dejen de impedirles a las mujeres el estudio de las ciencias y otras disciplinas. Me parece que aquellas de nosotras que puedan valerse de esta libertad, codiciada durante tanto tiempo, deben estudiar para demostrarles a los hombres lo equivocados que estaban al privarnos de este honor y beneficio.”

Ha llegado el momento de que las severas leyes de los hombres dejen de impedirles a las mujeres el estudio de las ciencias y otras disciplinas. Me parece que aquellas de nosotras que puedan valerse de esta libertad, codiciada durante tanto tiempo, deben estudiar para demostrarles a los hombres lo equivocados que estaban al privarnos de este honor y beneficio.”

Así ingresaba, en 1405, Christine de Pizan, a la arena de llamada “querella de las mujeres”, un debate que ocupo a los pensadores desde el siglo XIII hasta el XVIII. Aunque, obvio es decirlo, eran mayoría quienes, apoyándose en Aristóteles, procuraban demostrar la “inferioridad natural” de las mujeres y la “superioridad natural de los hombres”, la sola aparición del debate era un avance frente a los prejuicios prevalente sobre la mujer. Era –dice Milagros Rivera Garretas-- “un enorme esfuerzo de hombres y mujeres cultas para poner en palabras las relaciones de sexos y entre los sexos nacidas de la crisis del feudalismo. Debate que marca el ingreso del lenguaje de los derechos en el vocabulario de la política y de la historia de las mujeres de Europa.”

Vale la pena detenerse en el caso de España, donde hubo notables representantes en la Querella de la Mujeres. Teresa de Cartagena (1425-1480) probablemente fue la primera: escribió una obra mística -- La arboleda de los enfermos-- y fue acusada de plagio, puesto que trabajo tan cumplido no podía deberse a una pluma femenina. Indignada respondió con otro libro --Admiración de las obras de Dios--, donde no solo traza el elogio de las virtudes propias de su sexo sino que les recuerda a los hombres la historia de Judit, que mató a Holofernes, tarea que todo un ejército de hombres no pudo llevar a cabo.

Isabel I de Castilla (1451 – 1504) tuvo la obra de Christine de Pizan, entre las selectas de su cuidada biblioteca. De joven había recibido una educación leve y convencional en consonancia con su aparente destino de segundona, tan lejos de la gloria que ella misma se forjó. La misma voluntad e inteligencia que puso para la política, la volcó para compensar, a medida que crecía, las deficiencias de su primera educación. Cuando fue nombrada heredera de la corona, Fray Martín Alonso de Córdoba escribió para ella El Jardín de nobles doncellas (1468-1469), defendiendo sus derechos al trono con alegaciones que defendían el valor de la mujer para las grandes tareas, aunque usando como vara de medida la condición masculina al recomendar a la futura reina “que aunque es hembra por naturaleza, trabaje por ser varón en virtud”. También le indica que debe haber algunas horas del día “en que estudie e oya cosas que sean propias al regimiento del reino.” En el mismo sentido, Fray Hernando de Talavera recomienda, luego de comer, tener un rato de honesta conversación, escuchar música o estudiar una media hora.

La corte isabelina recibió a humanistas, como Nebrija, Alonso de Palencia, Luis Vives o los italianos Lucio Marineo Sículo y Pedro Mártir de Anglería. Junto a ellos se destacó un grupo de jóvenes mujeres apodadas Puellae doctae (Las jóvenes sabias) que formaron parte de los círculos cortesanos y participaron en el proyecto educativo de la reina a la par de los hombres, Así, Juana de Contreras sostuvo una disputa epistolar con Lucio Marineo Sículo protestando por la imposibilidad de decir “heroína”, en correcto latín. Al final Sículo puso fin a la disputa con un argumento indigno: le sugiere que obedezca y no se deje llevar por la ambición.
Francisca de Nebrija, hija de Antonio de Nebrija colaboró con su padre en la redacción de la primera Gramática Castellana y Luisa de Medrano Bravo recibió de Sículo el siguiente elogio: “Tu que en las letras y elocuencia has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres, que eres en España la única niña y tierna joven que trabajas con diligencia y aplicación no la lana sino el libro; no el huso sino la pluma; no la aguja sino el estilo.”

Una leyenda dice que tanto Francisca de Nebrija como Luisa de Medrano llegaron a ocupar cátedras universitarias, cosa imposible en su tiempo, aunque es posible que hayan dictado conferencias.
Entre 1480 y 1481 ingresó a la corte Beatriz Galindo, una niña prodigio – no tenía más de dieciséis años— apodada “La latina”, por sus conocimientos de la esta lengua. Beatriz Galindo acompañaría desde entonces a la reina como su maestra de latín y consejera durante más de veinte años. Incluso le acompañaba durante las campañas militares, para no interrumpir las clases.

La corte de los reyes católicos se convirtió en un verdadero centro de estudio en el cual los maestros eran muy bien pagos. Sus salarios oscilaban entre cincuenta y cien mil maravedíes. La reina dotó de medio millón a Beatriz Galindo para su boda con Francisco Ramírez, en 1491.
Las cuatro hijas mujeres de Isabel, así como otras de su entorno, como Beatriz de Bobadilla, formaron un grupo que se nutrió de aquella educación. Eran mujeres preparadas para ejercer el poder, tener influencia política y destacarse por su inteligencia y erudición. Cuando Juana (1479-1555) llegó a Flandes para contraer matrimonio con Felipe el Hermoso, habló fluidamente en latín con los nobles y personalidades de aquel estado.

María (1482-1517), que se casó con Manuel I el Afortunado, rey de Portugal, cuando enviudó de Isabel, su hermana, hablaba perfectamente el latín y lo puso de moda en la corte de Lisboa.
Catalina 1485-1536), fue la más iluminada de todas. Se casó sucesivamente con Arturo de Gales, que murió a los pocos meses, y más tarde con su hermano, Enrique VIII. Catalina dominaba no solo el latín y el griego sino también el inglés, el alemán y el francés. Erasmo de Rótterdam elogió tanto su erudición como su piedad y su prudencia.
El destino no fue generoso con Juana, a quien la historia conocería como “la loca” ni con Catalina, víctima del conflicto entre Enrique VIII y el papado. Probablemente no sea desacertada la hipótesis de que sus virtudes y su lucidez intelectuales –vedadas a la mayoría de las mujeres de su tiempo-- agravaran sus sufrimientos.

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Luciano Álvarez

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