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Octavo círculo, quinta fosa

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Corrupción”, es probablemente la palabra más recurrida, en estos años, en el habla política y pública de los países gobernados por el neopopulismo progresista de la región. En países como Argentina y Brasil, los periodistas, los políticos y el común de los ciudadanos, no dudan en vincularlas a expresiones tan duras como “chorros” o “mafia”. En el discreto Uruguay, la oposición prefiere recurrir a ciertos eufemismos y una cierta aceptación resignada de que la corrupción solo refiere a enriquecimientos personales ilícitos o a ciertas formas de clientelismo, siempre difíciles de probar.

Corrupción”, es probablemente la palabra más recurrida, en estos años, en el habla política y pública de los países gobernados por el neopopulismo progresista de la región. En países como Argentina y Brasil, los periodistas, los políticos y el común de los ciudadanos, no dudan en vincularlas a expresiones tan duras como “chorros” o “mafia”. En el discreto Uruguay, la oposición prefiere recurrir a ciertos eufemismos y una cierta aceptación resignada de que la corrupción solo refiere a enriquecimientos personales ilícitos o a ciertas formas de clientelismo, siempre difíciles de probar.

El dictamen de Lucía Topolansky según el cual “acá no se enriqueció nadie, nadie se llevó nada en el bolsillo, y no hay ilegalidades.” tiene como corolario la afirmación de José Mujica: el gobierno solo comete “chambonadas de carácter histórico”, pero “con buena intención”, puesto que “Uruguay no es un país corrupto pero se cometen errores como en todos lados, errores administrativos [...] pero eso no es corrupción.” Tabaré Vázquez ya lo había advertido hace mucho tiempo: “Podremos meter la pata pero nunca la mano en la lata.” Estas ideas podrían amparase en la definición que propone Transparencia Internacional (TI): Es “el mal uso del poder encomendado para obtener beneficios privados”.

Existen voluminosas historias sobre la corrupción así entendida. Los más antiguos testimonios de remontan a sumerios y egipcios. En Grecia, alguno de sus gobernantes más prestigiosos fueron acusados de peculado. En Roma era inadmisible la desviación de fondos públicos y la ley prescribía graves castigos para los infractores pero éstos no producían, necesariamente, escasez de corrupción, clientelismo y tráfico de influencias.

La Iglesia Católica, en la cúspide de su poder, fue un organismo que practicaba vicios explícitamente condenados por ella misma, como la simonía, cuyo nombre deriva de un personaje llamado Simón el Mago, quien quiso comprarle al apóstol Pedro el poder de hacer milagros. El pecado de simonía incluía la venta de lo espiritual por medio de bienes materiales: desde el tráfico de cargos eclesiásticos hasta la salvación misma a través de la compra de indulgencias.

Martín Lutero combatió con severidad la simonía y fue una de las causas de la Reforma. Solía mencionar el pasaje de la carta del apóstol Pablo a Timoteo (6, 2-12). “La raíz de todos los males es la avidez del dinero, el cual codiciando, algunos se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.” El Papa Francisco también ha parafraseado esta lectura: “Los que quieren enriquecerse sucumben a la tentación del engaño de muchos deseos absurdos y nocivos que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición”.

Sin pretender corregir al Apóstol, al Reformador o al Papa, creo que sería más práctico quedarnos con la simple expresión “avidez”. Porque es cierto que la avidez lleva a la corrupción pero ¿Solo se trata de enriquecerse? Hay avidez de gloria, de rango, o de logros políticos o aun la de realizar una utopía o un sueño colectivo adueñándose del poder.

Desde el tiempo de los romanos, al menos, el dinero ha sido un factor fundamental para acceder y ejercer el poder, no solo para envilecerlo con sus peores versiones como la cleptocracia de ciertos tiranos, sino para su puesta en escena.

Desde los orígenes de la sociedad humana, el discurso público nunca ha prescindido de los ritos, ceremonias y puestas en escena, atareados en una doble función. Por un lado, establecer los lazos de comunicación, el intercambio de señales y mensajes con los ciudadanos, súbditos o vasallos. Pero, por otro lado, estos mismos signos y símbolos del poder -discursos, ceremonias, vestimentas, iconografía, etc.- están destinados a separar a los mortales de los olímpicos, a señores de súbditos, a gobernantes de gobernados y aun a los representantes de los representados. “Cuanto mayor cantidad de poderío o de privilegio se tiene más marcado se está como individuo por rituales, discursos o representaciones plásticas”, dice Michel Foucault. Todo esto explica, sin cambiar una coma, los costos de la política contemporánea. Estas representaciones incluyen tanto las sobrecargadas vestimentas de papas y emperadores como la sobriedad del traje -o el tailleur- republicano o las alpargatas populistas. También las suntuosas inauguraciones.

No es necesario que un jerarca se meta plata en el bolsillo para ser un corrupto; basta que use la presidencia de un ente autónomo para financiar su imagen.

Tampoco es necesario que nadie se ponga un peso en el bolsillo para caer en la corrupción destinada a financiar los partidos políticos y las costosas campañas.

En 1993, la tangentopoli (tangente es soborno en italiano) y el consecuente proceso judicial conocido como Mani pulite, destruyeron a los mayores partidos políticos italianos, particularmente socialistas y democratacristianos. Se había recurrido crecientemente a un sistema de corrupción que involucraba ministros, diputados, senadores, empresarios e incluso los ex presidentes del Consejo para financiar a los partidos. Por estos lares la mejor expresión de estos vicios le pertenece a José Luis Manzano, ministro del Interior de Carlos Menem y hoy poderoso empresario. Ante sus legisladores, durante la polémica privatización de una Petroquímica expresó: “Sólo tengo una cosa que decir. Yo robo para la corona. ¿Les quedó claro o alguien necesita alguna explicación adicional?” Claro que aunque después lo negara, el robo para la corona, llámese autoridad, caudillo o partido político es una suerte de eufemística justificación moral.

Roma imponía dos penas severas para los político corruptos: el destierro o el suicidio; la mayoría prefería el suicidio, pues les permitía mantener “el honor”. Esta costumbre todavía es frecuente en países como Francia y Japón, aunque tomada de motu proprio.

En la Divina Comedia, Dante coloca a los malversadores, aquellos que tomaron provechos ilícitos de sus cargos públicos, en el octavo círculo del infierno, en la quinta de diez fosas. Entre sus vecinos están los proxenetas, los embaucadores, los falsificadores, los aduladores, los simoníacos, los hipócritas, los sembradores de la discordia, los ladrones y los consejeros fraudulentos.

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Luciano Álvarez

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