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La indeleble calumnia

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Luis Lacalle Pou se quejó de la campaña sucia, donde las calumnias y agravios contra él y su partido tuvieron su probable ápice en los avisos de la senadora Constanza Moreira. Ésta respondió con su habitual prescindencia de las normas de la buena convivencia cívica y José Mujica, Presidente de la República, pidió tardías disculpas con una frase que parece sacada de los subtítulos de una película de Hollywood cuando un líder “no yanqui”, es decir el resto del mundo, arranca con “My people…” Dijo: “En todo caso, en nombre de mi pueblo, le pido disculpas. A veces se nos pasa un poco la lengua en la calentura del momento. Pero la cofradía en nosotros hay que cuidarla.” Ignoro si con “pueblo” se refiere a los uruguayos todos —lo que sería escasamente pertinente— o a los frenteamplistas, más coherente con sus conductas. La expresión “cofradía” parecería indicar lo segundo. De todos modos las disculpas llegan tarde para la salud democrática y muy a tiempo para beneficio de las picardías de un

Luis Lacalle Pou se quejó de la campaña sucia, donde las calumnias y agravios contra él y su partido tuvieron su probable ápice en los avisos de la senadora Constanza Moreira. Ésta respondió con su habitual prescindencia de las normas de la buena convivencia cívica y José Mujica, Presidente de la República, pidió tardías disculpas con una frase que parece sacada de los subtítulos de una película de Hollywood cuando un líder “no yanqui”, es decir el resto del mundo, arranca con “My people…” Dijo: “En todo caso, en nombre de mi pueblo, le pido disculpas. A veces se nos pasa un poco la lengua en la calentura del momento. Pero la cofradía en nosotros hay que cuidarla.” Ignoro si con “pueblo” se refiere a los uruguayos todos —lo que sería escasamente pertinente— o a los frenteamplistas, más coherente con sus conductas. La expresión “cofradía” parecería indicar lo segundo. De todos modos las disculpas llegan tarde para la salud democrática y muy a tiempo para beneficio de las picardías de un presidente habituado a dejar la mancha indeleble de la calumnia sobre sus adversarios.

La calumnia, acusación falsa hecha con el propósito de causar daño, ha movido a la humanidad desde tiempos remotos. Su enorme poder de daño explica que las principales religiones la pongan entre los peores pecados. Para judíos y cristianos “No dirás falso testimonio contra tu prójimo” es el 8º o 9º mandamientos, según las fuentes. En el Mishei, el libro de los Proverbios para los cristianos, se dice que la “La muerte y la vida están en poder de la lengua”. Y en el Tehilim, los Salmos para los cristianos, se dice: “Guarda tu lengua del mal y tus labios de decir mentira”. En el sermón del monte, Jesús pone a la víctima de la calumnia entre los bienaventurados: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”. El Corán dice: “¡No espiéis! ¡No calumniéis! ¿Os gustaría comer la carne de un hermano muerto? Os causaría horror...” (49, 12).

Los cristianos sufrirían tempranamente la calumnia cuando Nerón los culpó del incendio de Roma, en el año 64, iniciándose la primera persecución. A su turno los propios cristianos se convertirían en victimarios de sus hermanos judíos al acusarlos de la crucifixión de Jesús, sentando las bases de dos mil años de antisemitismo, al que sumarían nuevas calumnias como las del “crimen ritual”, según la cual judíos usaban la sangre de niños cristianos para oscuras ceremonias.
Los escritores encontraron en la calumnia una de sus obligadas fuentes. Citaré apenas a Shakespeare que hace de la calumnia el resorte dramático de Otelo y Cimbelino. En el acto III, escena 4 de ésta última, Pisanio dice: “He ahí el resultado de la calumnia, cuyo corte está más afilado que el de la espada, cuya lengua sobrepuja en veneno todas las serpientes del Nilo, cuyo soplo es llevado en mensaje por todos los rincones del mundo; reyes, reinas, estados, vírgenes, matronas, secretos de la tumba misma, donde encuentra medio de deslizarse, esa víbora de la calumnia lo mancha todo”.

Mientras discurría sobre estas fuentes, recordé un cuento que me hacía mi abuelo en Asturias. Mi relato, entre otras falencias, no podrá transmitir el cadencioso ritmo de su voz ni la música de aquella habla que los lingüistas llaman eonaviego, pero que para todos era simplemente “a nosa fala”. Ahí va.

Hubo una vez por aquellas aldeas perdidas una pareja de enamorados. Él pasaba por un puente al volver de sus labores; ella le esperaba y jugaban por un momento a los amores. Así pasó el tiempo hasta que una tarde el enamorado no se apareció. La moza pensó que quizás estuviese enfermo y que pronto volvería a rondarla. Pero otra era la razón. Una vecina muy envidiosa y su marido, como que no tenían nada mejor que hacer, se dedicaron a llenar la cabeza del mozo de chismes y mentiras, hasta que éste se los creyó y abandonó a su amada.

La pobre no hacía más que preguntar por él a las gentes y todas le decían lo mismo: “¡Engañárunle nía!” —mi abuelo subía la voz, con tono indignado. “Vete haciéndote a la idea que ya no volverá”. Entonces se encerró en su habitación y languideció sin entender por qué su amor la había abandonado. Murió al cabo de unos días.

Pronto el remordimiento comenzó a maltratar al matrimonio con horribles pesadillas. De poco les había servido la confesión ante el cura del pueblo ni los trabajos que les hiciera la bruja de Brañavara. Un día oyeron a uno que decía que esa noche era noche de difuntos y que por la iglesia pasaría uno, como era costumbre en aquellos días y por aquellos pueblos. Entonces fueron hasta allí, se arrodillaron en la puerta esperando que la difunta fuera aquella moza a la que habían arruinado o si otro fuera el muerto, que intercediera por ellos para lograr su perdón. A la media noche apareció una figura espectral y les hizo señas para que se acercaran hasta la pila de agua bendita. A la mujer le dijo: “Tira el agua por el suelo y una vez allí, recógela toda”. Respondió que tal cosa era imposible a lo que la difunta replicó: “Así es. No se puede, como no puedes devolverme mi reputación ni a mi amor. Ya no hay remedio.”

Luego se dirigió al marido le mandó tomar un santo y arrojarlo al suelo con fuerza, la figura se rompió en mil pedazos. Entonces le ordenó que los juntara todos y volviera a formar el santo. También él replicó que no era posible y recibió por respuesta: “Tampoco tú puedes reparar lo que hiciste, pero yo si puedo intentar que no dañes a mas personas injustamente”. Entonces marido y mujer quedaron sin habla, para siempre.

El anónimo creador de ese cuento quizás conociera el aforismo de la Midrash —una de las dos parte del Talmud— que dice “Quien ha llevado a otros a la soledad y al confinamiento debe ser castigado de la misma manera.” A pesar de tan piadosos mandamientos, en este mundo es más raro que el calumniador pague los costos, que el justo deje de cargar con su mancha indeleble, tal como fue dictaminado y repetido desde tiempos lejanos: “Calumnia, que algo queda”.

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Luciano Álvarez

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