Publicidad

La confesión de Van Meegeren

Compartir esta noticia

El 17 de mayo de 1945, el ejército estadounidense descubrió, escondidas en una mina de sal de Austria, cerca de mil doscientas obras de arte, saqueadas o compradas en toda Europa por los jerarcas nazis. Una de las más valiosas era Cristo y la mujer adúltera, del holandés Jan Vermeer (1632 – 1675).

El 17 de mayo de 1945, el ejército estadounidense descubrió, escondidas en una mina de sal de Austria, cerca de mil doscientas obras de arte, saqueadas o compradas en toda Europa por los jerarcas nazis. Una de las más valiosas era Cristo y la mujer adúltera, del holandés Jan Vermeer (1632 – 1675).

Joop Piller, un oficial de policía de 29 años, ex miembro de la resistencia holandesa fue el encargado de esa investigación. Los colaboradores que se habían enriquecido en aquel periodo de terror eran los blancos preferidos de su trabajo.

Piller comenzó por una factura fechada en Ámsterdam en 1943 a nombre de Alois Miedl, un banquero que compraba obras para Hermann Göring y en pocos días llegó a la punta de la madeja. El 29 de mayo golpeó la puerta de un palacete y fue recibido por su dueño: Han Van Meegeren. Debajo de un rostro de recién levantado y un salto de cama raído se escondía una apostura aristocrática y modos educados que no ocultaban su arrogancia. Le comunicó su arresto por colaboracionista al haber vendido una obra del patrimonio artístico holandés al ocupante.
Van Meegeren tenía 56 años pero el abuso del tabaco, el alcohol y las drogas le agregaban diez más.

Había nacido en el austero hogar de un maestro de escuela que se opuso firmemente a su temprana vocación por la pintura. Pero con el pretexto de iniciar estudios de arquitectura, logró sacar tiempo para ingresar al taller de Bartus Korteling, un maestro que amaba el siglo XVII, la época de oro de la pintura holandesa. Del arte contemporáneo odiaba todo, hasta los óleos industriales. De modo que enseñaba a sus alumnos a elaborar sus propios materiales a la manera del siglo XVII. Quizás durante esa tarea se forjó el destino de Van Meegeren. Pronto se mostró como un pintor de gran técnica pero carente de brío y originalidad. De todos modos en enero de 1913 recibió la Medalla de Oro de la Universidad de Delft por su Estudio del Interior de la Iglesia de San Lorenzo. El año anterior se había casado con Anna de Voogt, tuvieron dos hijos, vivían a expensas del abuelo de Anna y ésta lo tironeaba del pozo de sus depresiones, toleraba su alcoholismo y sus infidelidades, mientras trataba de convertirlo en pintor profesional.

En 1916 le organizó una exposición que logró un cierto suceso, buenas críticas y sobre todo clientes para su obra. Las postales que reproducían sus paisajes se vendían muy bien. En 1923 abandonó a su esposa y se unió la actriz Johanna Oerlemans, la esposa de uno de los críticos que lo había elogiado. En 1928 publicó una revista combativa contra el arte moderno: De kemphann, El gallo de riña; pasó desapercibida. Entonces decidió que en el sur de Francia podría hacer dinero retratando millonarios, al estilo antiguo. Tenía razón y pronto vivía como un magnate aunque su sueño era crear obras originales capaces de ser atribuidas a los maestros del siglo XVII.

Sus primeros pasos en la falsificación habían comenzado hacia 1923, asociado a un viejo amigo, Theo van Wijngaarden. Un crítico célebre, Cornelis Hofstede de Groot, les había autentificado un falso Frans Hals, pero otro, Abraham Bredius, desbarató la maniobra.

En su taller del sur de Francia, desde 1934, experimentó, inventó y puso atención a todos los detalles necesarios para fabricar una obra del siglo XVII, más precisamente un Vermeer. La tarea incluía no sólo dominar la técnica del artista hasta en sus mínimos detalles, sino también todos los recursos e instrumentos: fabricar los pinceles con los pelos adecuados, comprar discretamente obras de artistas menores de la época para poder trabajar sobre ellas, remover la pintura mediante un delicado raspaje y preparar los colores al modo antiguo. Pero aun esto no era suficiente; toda la rigurosa artesanía se derrumbaría si la obra no podía ser envejecida hasta dar la sensación de haber vivido tres siglos. Fabricó un horno y después de muchos experimentos logró “el punto de cocción”: dos horas, a 105 grados. Pero el hallazgo más útil fue la fabricación de un barniz en base a los componentes de la recientemente inventada baquelita.

Con todos estos recursos pintó “Los discípulos de Emaús”, al estilo Veermer. Esta vez el propio Bredius le dio carta de autenticidad. Luego del éxito formidable de esta obra “redescubierta” el falsificador vendió cuatro Vermeer más, incluido Cristo y la mujer adúltera.
El arresto de Van Meegeren se convirtió en el gran folletín de todos los periódicos, indignados con este caballero que llevaba un gran tren de vida vendiendo el alma de la pintura holandesa a los nazis. Se le acusaba de todo, lo verdadero y lo inverosímil, particularmente corrían historias de orgías “con muchas mujeres, flores y champan”, nazis y colaboracionistas.

Mientras esperaba el juicio, el detective Joop Piller no abandonó el caso. No lo interrogaba en alguna sala sombría sino que lo invitaba a pasear por el campo, daba vueltas sobre el asunto, preguntaba y repreguntaba, probablemente con la esperanza de rescatar más obras traficadas por su detenido. Hasta que un día, el 12 de julio de 1945, Piller oyó que Van Meegeren le susurraba: “idiota”, luego subió la voz: “Idiota, Ud. es tan idiota como los demás.” Luego confesó la falsificación que le salvaría la vida.

Sin embargo los expertos se negaban a aceptar que Cristo y la mujer adúltera fuera un fraude. Entonces se ofreció a pintar un Veermer. Le dieron un taller y comenzó a pintar un Jesús entre los doctores, toda una ironía para ridiculizar a los expertos. “Pinta por su vida”, titularon los diarios.

El 29 de octubre de 1947 salió de su palacete elegantemente vestido: traje azul camisa verde y corbata azul cobalto, los colores favoritos de Vermeer. La carátula del caso había cambiado de colaboracionismo a falsificación y para público y la prensa ahora era un héroe: “el holandés que había engañado a Hermann Göring.” Fue condenado a un año de prisión por fraude y falsificación. Murió antes de cumplir la condena, el 12 de noviembre de 1947.

Desde el Keizersgracht, el “canal del emperador”, pueden verse algunas de las casas más bellas de Amsterdam. Entre ellas, los guías turísticos no dejan de señalar el palacete del número 321, la residencia del falsario más famoso.

SEGUIR
Luciano Álvarez

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

Luciano Álvarez

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad