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Tormenta espiritual

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LEONARDO GUZMÁN
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Igual que las personas, las naciones tienen momentos estelares. No surgen por determinismo mecánico. Brotan de abandonar trillos, abrir nuevos surcos e iluminar destinos. Exigen propósitos definidos y ánimo de emprender. Es lo que nos hace falta hoy, para viviré a pesar de daños que nadie domina.

Antes que los horribles datos sanitarios y económicos, nos asaltaron los dislates, la ineducación y el irrespeto a las personas y las instituciones. Describiendo sin valorar, redujimos la reflexión, abolimos el sentido común y nos habituamos a un enemigo más insidioso que el virus. Pero felizmente, hasta en medio de un duelo público aparecen retoños de grandeza.

Gladiador en el Ministerio del Interior, a Jorge Larrañaga le estalló la vida. Desde hacía años encarnaba la contraposición entre la ley y el delito; y con ese andamiaje fue un servidor denodado. Reorganizó, lideró. Definido siempre, inspiró. Dominó sus dolores y sacrificó su salud por la patria.

Juntos, sus 4 hijos lo lloraron con la primera y la segunda esposa. En tiempos enfermos de distanciamiento y desamor, ¿cuánto vale esa unión?

Solitario, Yamandú Orsi, Intendente frenteamplista, personalmente le llevó flores al sepelio. Cuando tantos quieren ahondar grietas que son zanjas, ¿cuánto simboliza ese gesto canario, que nos retrotrae al Uruguay de la armonía preterrorista y predictadura?

Entretanto, se divulgaron bajezas contra el Dr. Larrañaga, contra el homenaje que se le tributó en el Palacio Legislativo y contra el cortejo de quienes sentimos que tamaño hombre público no merecía irse sin la reverencia de la ciudadanía. Desde la cobardía del anonimato, hubo quienes lanzaron calumnias, ironías y befas. Ya lo dijo el poeta: “También ríen en los charcos los inmundos renacuajos, cuando rozan el plumaje de algún cóndor que cayó”.

A todo esto, el Cardenal Daniel Sturla confesó que, al haber ido -vacunado, con máscara y cuidados- a pronunciar un Padrenuestro ante el féretro, violó la cuarentena. Pidió disculpas. Se habla de multarlo.

Si se hubiera reformado el art. 224 del Código Penal, aun sin contagiar a nadie podría ser llevado a Fiscalía y Juzgado para que lo “formalizaran” por delito de peligro.

Esa espontaneidad del Cardenal reflejó los sentimientos que hemos reprimido cada vez que por la pandemia nos vimos privados de acompañar a un agonizante o unirnos en un sepelio.

Con delito o no, con multa o no, ese rezo es vínculo del ser que ante el dolor se dirige a lo Eterno en los términos de su alma. Nos lo hemos tragado demasiado. Más que sanciones y disculpas merece compañía, porque brota de una libertad de conciencia que nació antes que los reglamentos y la Constitución porque está ínsita en la persona. Muchos sentimos que, con la representación de cualquier credo honorable, habríamos hecho lo mismo. Por lo cual, el caso debe medirse con una vara más duradera que las normas basadas en opiniones de una ciencia que en materia de Covid sigue al tanteo.

El Uruguay vive una tormenta espiritual. No la esquivemos. Convoca valores. Revive principios. Angustiarnos por ellos es razonable y sanador.

Entre el gris espeso de nuestros nubarrones, clarean hermosos arreboles. Celebremos su asomar. Nos devolverán la esperanza común, cuyo largo eclipse nos tiene transidos y espoleados.

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