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De uno... y de todos

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LEONARDO GUZMÁN
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El domingo se cumplirán 133 años de la primera edición de El Día. Un siglo y un tercio. Merece reflexión.

¿Acaso por ser cuestión personal de quien esto escribe? ¡Claro que sí! Tiene que ver con los afectos iniciales que en uno vibran como persona y ciudadano. Pero precisamente por eso vale: lo íntimo y subjetivo nos reúne en el milagro de sentir a semejanza de nuestros prójimos.

Tras la derrota del Quebracho, el 16 de junio de 1886 José Batlle y Ordóñez creó El Día como diario de prédica. Desde esa esencia, en 1933 luchó contra la dictadura de Gabriel Terra, en 1945 se negó a enarbolar la bandera totalitaria soviética y en 1973 enfrentó la dictadura militar montada sobre el perjurio constitucional de Juan María Bordaberry.

Podríamos revivir las imágenes, alegrías y dolores de El Día sin necesidad de repasar el archivo de fotos de Juan y Coco Caruso, que el destino terminó trayendo a esta casa de El País. Podríamos recordar las plumas de fuste -González Conzi, Fusco, Barbagelata, Tarigo, Sanguinetti y tantos- y podríamos evocar la noche en que Jorge Batlle salió de la caserna donde estaba preso por revelar lo que los militares golpistas apalabraban con Amodio Pérez.

Pero nuestros recuerdos sobrepasan el anecdotario, aun histórico y nutrido. Y van más allá de las singularidades partidarias del ideario batllista que a El Día le valió hinchas y detractores, por ser casa gubernista que muchas veces estuvo en la oposición.

Nuestros recuerdos se trasfunden en conceptos. Y entonces reencuentran un cimiento fundamental de la República: la fe inquebrantable que los grandes forjadores depositaban en la misión del pensamiento orgánicamente volcado en la prensa. Todos avizoraban una ciudadanía pensante, con lucha de ideas, convicciones y principios.

Desde 1878 -cuando Zorrilla de San Martín fundó El Bien Público- hasta 1973 -cuando la dictadura homogeneizó a la oposición- el periodismo de opinión cruzó espadas con reciedumbre de gladiador.

Hoy está de moda fabricar consensos por silencio, por ocultación de documentos o por imposición de plenarios penumbrosos. El mensajito en Twitter sustituye a la prédica y la calumnia se desliza en redes anónimas. Como esa manera de mal vivir no es propia de la República ni de la libertad, extrañamos y homenajeamos la pasión de los convencidos que iban de frente.

No se prestaban a armar paneles para entretener haciendo como que discutían. Salían de cuerpo entero, a defender sus convicciones. Respetaban la libertad y la dignidad ajena y propia hasta jugarse en duelos, pero no por eso acallaban su ardor para aplaudir o fustigar.

Lo que extrañamos entonces no es una grifa ni un formato sino una actitud.

Cuando vemos a tantos que hablan para exaltar a su grey y agraviar a los adversarios y le huyen a los hechos y a las razones, cuando vemos que al ideal de libertad ahora se lo licúa en “pluralismo” y al ideal de justicia se lo rebaja a mera “equidad” y se lo pervierte en contratos inicuos como el de UPM, extrañamos al Uruguay donde la prensa enseñaba la franqueza, la valentía y la fuerza del pensamiento.

Un editorial de El País, El Plata, La Mañana, El Debate o El Sol -no importa- avergonzaba y derribaba a un Ministro de Estado. La fuerza de la prensa era la garantía de que los incapaces y los corruptos no durasen mucho tiempo encaramados.

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