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¡Es todavía más grave!

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Desde hace décadas, para el futuro nacional es tema de fondo definir caminos que restituyan a la educación pública la eficacia que perdió.

Desde hace décadas, para el futuro nacional es tema de fondo definir caminos que restituyan a la educación pública la eficacia que perdió.

Obviamente, es una cuestión no sólo cuantitativa, locativa o presupuestal: exige renovar el culto por la claridad, la pasión por formar, la angustia por agrandar los espíritus. Exige la convicción de que vale la pena enseñar a pensar porque saber vale y sirve. Implica apostar al desarrollo de cada persona y no a un ensueño ideológico sobre estructuras.

Nada de eso se manejó en los debates habidos. En vez de construir conceptos, se le arrancaron al Estado girones de su poder representativo de todos, para entregarlos al corporativismo de unos pocos. Por ardores dinerarios se sucedieron los ruidos y los pujos y se subió la apuesta -4,5% antes, 6% ahora- sin que ningún resultado y ninguna ilusión bastase. Es que se dejó afuera lo principal: la calidad de la enseñanza, la inspiración filosófica del propósito educativo, los principios.

Pues he aquí que ese debate presupuestal -de por sí estrecho y amputado- pasó a tercer plano. En vez de los reclamos presupuestales, la atención pública se tupió con la polémica sobre los procedimientos con que el Ministerio del Interior desalojó el Codicen. Y enseguida sobrevino algo todavía más grave: en pocos días, quedó insólitamente instalado el paro automático de profesores y taxistas cada vez que la Justicia recabe la declaración de algún miembro de sus respectivos gremios.

Con la ciudadanía angustiada por la calidad de la enseñanza, el Uruguay se sumió en estreñidos forcejeos por poderes y plata. De ahí cayó a ilícitas ocupaciones e incidentes policiales absurdamente denunciados como “torturas”. Pero enseguida fue más abajo: enriqueció nuestra dieta semanal de dislates, incorporándole como ingrediente la presión y el repudio a la Justicia, por decisión de grupúsculos sin legitimación republicana alguna, que no vacilan en interrumpir servicios públicos, reclamando privilegios que no tiene ningún mortal.

En efecto: si como víctima -lo más frecuente hoy- o como coautor de un simple choque culposo -riesgo abierto a cualquiera, siempre- queda uno de nosotros sujeto a las inclemencias de los trámites penales, no tendrá más mitigaciones que las que trabajosamente logre el defensor. Se lo tratará con arreglo a la profesión universal de lo que es -persona- y no según la clasificación circunstancial de la que haga oficio. En un régimen republicano, ese trato constituye uno de los bienes más preciados: es nada menos que la igualdad ante la ley.

Pues bien: ¡es contra esa regla de oro que se alzan estas decisiones sectoriales, opuestas al bien común!

Al parar los liceos o los taxímetros porque un docente o un taxista es convocado por la Justicia penal, el gremialismo abraza la más radical y absurda de las anarquías… lo cual es incompatible con imponer la autoridad vertical de la disciplina sindical, cuyos fueros se terminan enarbolando y blandiendo contra la Constitución.

En pocas palabras: abandonamos los principios de la educación y redujimos sus claves a disputas por el dinero y el poder… y terminamos asistiendo a la violación de uno de los más caros principios del Derecho.

Lo cual nos revive la necesidad de volver a cimentar esos y todos los principios, única garantía de vivir en libertad y justicia bajo la ley sin amenazas.

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Leonardo Guzmán

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