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Suárez en la filosofía

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En 1924, admirado por la selección uruguaya que entrenaba en Galicia antes de la Olimpíada de París, Manuel de Castro escribió: “Por los campos de Coia, pasó una ráfaga olímpica”. 90 años después, el fútbol nos ha hecho sentir que por los campos del Uruguay, más que una ráfaga pasó un ciclón jurídico.

En 1924, admirado por la selección uruguaya que entrenaba en Galicia antes de la Olimpíada de París, Manuel de Castro escribió: “Por los campos de Coia, pasó una ráfaga olímpica”. 90 años después, el fútbol nos ha hecho sentir que por los campos del Uruguay, más que una ráfaga pasó un ciclón jurídico.

Los excesos punitivos cometidos por la FIFA contra Suárez demostraron mejor que diez libros que, por encima de las hormas jurídicas que soportan disparates, brota el sentimiento de lo justo y lo injusto, de lo garantido y lo arbitrario, de lo razonable y lo desproporcionado. Ese sentimiento primario es gemelo del Derecho Natural implícito en nuestra Constitución. ¿Corresponderá a leyes de Dios, como afirmó Santo Tomás? ¿Provendrá de ideas innatas, como creyó Kant? ¿Brotará de la acumulación cultural, como dijeron Dilthey y Radbruch? ¿O será espíritu alzándose, como advirtió Croce? Cada uno dará su respuesta, pero desde el pasado fin de semana en el Uruguay nadie podrá negar ya que ese sentimiento de una justicia natural constituye un hecho tangible que hermana a nuestras conciencias.

¿Quién iba a decirlo? En el siglo XVI el teólogo Francisco Suárez defendió la existencia del Derecho Natural. A lo largo del siglo XX y hasta ahora, se ha hecho de todo para anestesiar la intuición del ánimo valorativo que se alza por encima de la realidad, las normas y los consensos. Se puso de moda hablar de Derecho -y hasta de política- sin ninguna vibración, describiendo los “hechos sociales” con la indiferencia del científico que mira al microscopio la reproducción de un cangrejo, en la actitud “objetiva” que tan bien condenaba nuestro Aréchaga. Por esa vía llegamos a armar cabezas que, a pretexto de neutralidad, se reducen al cumplimiento ciego e impermeabilizado de deberes funcionales sin horizonte humano.

Pero he aquí que otro Suárez, salteño y de nombre Luis, vino a unificarnos en un clamor que, desde este moderno Olimpo que es el fútbol, nos impuso la certeza colectiva de una verdad ilevantable: hay decisiones que soliviantan el espíritu por encima de las justificaciones, pues las infracciones deben castigarse proporcionadamente. Esa verdad tienen más de 25 siglos, pues ya desde Sócrates y Aristóteles ella cimentó la libertad y anticipó los derechos del hombre; pero hoy, en nuestra comarca hambrienta de sentido común, debemos recibirla como lo que es: una nueva revelación.

Vale ella para la vida práctica. Ilumina las bases afectivas de las relaciones humanas y del Derecho. No debemos, pues, contemplarla paralizados sino sentirla como impulso primario que nos impone el esfuerzo conceptual que espera el Uruguay de hoy. Si lo asumimos, condenaremos sin ambages el mordiscón de Suárez, sentiremos que la norma que prohíbe lesionar vale más que los goles, repudiaremos defensas basadas en mentiras y apoyaremos moralmente no sólo el pedido de disculpas sino el trabajo íntimo que deberá cumplir Suárez para jugar el partido más difícil que cada uno enfrenta en su vida: dominarse a sí mismo.

La contradicción, el error y la caída no son un invento uruguayo ni rioplatense. Son universales: por algo el Padre Nuestro habla de la tentación.

El episodio nos impone reflexionar. Y, por tanto, dejar solo al deslenguado que, sin representar más que lo peor de sí mismo, desde la primera magistratura puso –otra vez- palabrotas allí donde lo que hace falta es cordura.

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Leonardo Guzmán

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