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Silencio y esperanza

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Desde las 0, veda política. Para dar espacio a la serenidad ciudadana, se acallan las propagandas, las exhortaciones, los reportajes, las encuestas. Inminente la contienda en las urnas, la ley silencia a las partes para que, sin presiones, los ciudadanos nos unifiquemos en la limpidez de la voluntad que expresaremos en las urnas.

Desde las 0, veda política. Para dar espacio a la serenidad ciudadana, se acallan las propagandas, las exhortaciones, los reportajes, las encuestas. Inminente la contienda en las urnas, la ley silencia a las partes para que, sin presiones, los ciudadanos nos unifiquemos en la limpidez de la voluntad que expresaremos en las urnas.

¡Qué diferente es esta pausa de 48 horas en la gestión de nuestra libertad cívica, del amordazamiento sin plazo que sufrimos bajo la dictadura! El silencio de hoy es un momento activo en la preparación de una decisión soberana. El otro era un paréntesis ominoso, sin coto ni calendario, cuya esperanza de aurora fincaba sólo en la certeza de nadie lograba proclamar un ideal superior al de convivencia en libertad, que, perseguido pero vigoroso, anidaba en el fondo del alma nacional.

Celebremos jubilosos tamaña diferencia. En una época donde hasta los países más civilizados están siendo agredidos por fanatismos criminales, meditar para votar en paz es un honor. Lo es realmente, en el doble sentido de honra y carga, pues nos honra nuestra disciplina ante las urnas pero coloca sobre los hombros la carga de sufragar con la voluntad puesta al servicio de lo mejor de la conciencia de cada uno.

“Luego calla la música, cesa el astral paisaje, comienza en el espíritu la dimensión recóndita” escribió nuestro Sabat Ercasty. Pues bien: después del silencio, el voto debe salvar esa “dimensión recóndita”, íntima, intransferible, de lo que del Uruguay a cada uno le importa, le duele, lo inspira y lo mueve. El voto debe expresar y proyectar a la persona, que es la raíz de la Constitución y debe ser la destinataria última de los desvelos del Estado.

Eso sí: apenas conocido el resultado de las urnas, sepamos que, sea quien sea quien saque ventaja en octubre y se consagre en noviembre, tenemos todos el deber de restablecer entre nosotros un diálogo fecundo, que pase por encima de los lemas y afirme sentimientos, principios, convicciones y estilos, para que la República se colme de contenidos activos y para que el futuro surja no ya del cómputo pasivo de asientos en cónclaves cerrados sino del cruce activo de razones sólidamente asentadas en la plaza pública.

Eso exige, de todos, la decisión de hablar en voz alta y escuchar a todos. Por mucho que sea trabajoso, es el único camino digno para devolver la vida republicana al diálogo y la reflexión, en vez de embretarla en juegos de poder, reservarla para iniciados o sustituirla por pulseadas de grupos de interés.

En el mundo civilizado —y claro está, en el Uruguay también— la censura hoy no manda a lúgubres policías a arrestar periodistas, recortar párrafos y quemar libros. No prohíbe desde afuera. Neutraliza desde adentro. Distrae al ciudadano para que se desinterese de la política; le ahoga la capacidad para pensar; lo hunde en un mar de tecnicismos y confusiones que ceban a la opinión pública hasta que la inflación verbal le impide advertir las diferencias y pasa a relativizarlo todo.

Pero así como las dictaduras caen y las censuras se agotan, los conceptos resurgen, irreductibles en su verdad, exigentes en su evidencia, revividos por la luz que nos manda buscar, en la razón sin apetitos, soluciones donde congenie el máximo de libertad con el máximo de justicia. Eso sí: en una República donde gobernantes y gobernados pertenezcamos a una sola clase social: la de los uruguayos bien educados.

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Leonardo Guzmán

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