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La Shoá hoy es de todos

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LEONARDO GUZMÁN
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Los atentados en Sri Lanka nos desplomaron el alma. En Ceylán -isla de leyenda, 21 millones de habitantes en un tercio del Uruguay- los fanatizados por el disparatario del “Estado Islámico” fulminaron iglesias y hoteles, masacrando cristianos a mansalva. 

Hasta el cierre de esta columna, los muertos se situaban en 359 y los heridos en 500.

Las víctimas fatales ya son, pues, 30 docenas. La cifra espeluzna. No es para dejarla perderse en las anotaciones de la Global Terrorism Database. No es para que nos resbale. Es un puñetazo a la humanidad. Pero no debemos quedarnos en el guarismo, sino en lo que él indica: que ninguno de las 359 fallecidos cuales era reducible a mera aritmética. Por tanto, conmovámonos. Sintamos que cada masacrado era una existencia irremplazable, irrepetible, única, a la que nada devolverá la vida terrenal que recibió por don y que perdió por monstruosidad.

Esa vida valía para sí misma y para quienes la apreciaban. La BBC nos trajo al hijo de una turista inglesa asesinada mientras almorzaba en el restaurante de un hotel de Colombo. Cuarentón rudo, llorando pidió a quienes conocieron a su madre que “celebrasen” haber recibido la luz de sus virtudes. Ese británico sin flema, encarnó y simbolizó sentimientos que debemos afirmar hasta en la médula espinal, porque son nuestro escudo contra la epidemia de insensibilidad, despersonalización y materialismo que viene ahogando lo universal humano.

En Sri Lanka hace poco le tocó a templos budistas. Ahora, es el cristianismo la víctima de suicidas enloquecidos por una vertiente de salvajada y cretinismo que se insertó en el islamismo.

Está a la vista que el Holocausto no es sólo el resultado de la intentona nazi de exterminar al judaísmo ni es sólo la estela del martirio hebreo. En el documentado libro que acaba de publicar Roberto Cyjon, se define a la Shoá como “matanzas masivas e industrializadas, organizadas por seres humanos contra seres humanos”. Pues bien. Ese horror hoy es de todos. Y contra quien sea.

En el hemisferio norte, se montan fábricas de muerte masiva. Por acá, los asesinatos se esparcen en el tiempo y el espacio, de tal modo que parecen hechos aislados que se caratulan como ajustes de cuentas o violencia doméstica. Perro todos siegan vidas y todos son acciones ejecutivas de una misma mentalidad, que riega y macera ideas perversas hasta convertirlas en automatismos desalmados.

La palabra Shoá viene pasando del lenguaje religioso al vocabulario laico, como observa Cyjon. Dolorosamente, la extensión del vocablo se justifica cada vez más, no sólo por referencia a los hechos de Hitler sino porque muchos países padecen una industria del crimen. También el nuestro: en 2018 hubo 414 asesinatos que se unifican en una causa principalísima, el olvido radical del mandato de amar al prójimo.

Ese olvido es propulsado por la siembra sin frenos -¡hasta desde el gobierno!- del divisionismo por clase social, por género, por ideología y por lo que sea. Y eso, opuesto al diálogo y la reflexión, es semilla y amenaza de enfrentamientos y fanatismos.

Lejos y cerca, el principio liberal que salva a la persona por encima de las discrepancias está sometido a una guerra de exterminio. Lejos y cerca, el Derecho está sitiado.

Nadie lúcido puede ser cómplice de esta tragedia.

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