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Setenta años después

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Leonardo Guzmán
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El 10 de diciembre de 1948, en el Palais Chaillot la III Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Culminaron dos años de borradores viajados entre Lake Success, París y los 58 países que entonces formaban la ONU. Se condensaron más de 25 siglos de dolores y perplejidades en la lucha del hombre por su autoconciencia y su libertad.

La Declaración no fue un tratado ni una ley mundial. Sin embargo, su estilo de Mandamiento laico es un modelo, porque es general y abstracto pero se dirige a lo concreto de cada vida.

Es que no se redactó en la comodidad de un simposio de juristas aislados del mundanal ruido. Las grandes definiciones conceptuales de siempre han surgido como respuestas trágicas a guerras, persecuciones, hambrunas y miserias colectivas; y la Declaración no fue excepción: nació del mayor desgarrón del siglo XX.

Sus redactores sabían en carne propia la diferencia entre la libertad y el despotismo, la paz y la guerra, la muerte y la vida. El principal, René Cassin, era un herido grave sobreviviente de la Primera Guerra Mundial, militante recio en múltiples causas, que en la Segunda Guerra se exilió en Londres junto a De Gaulle, a quien ayudó a darle forma institucional a la Resistencia que el General alimentaba desde la BBC.

El texto tiene resonancias seculares. En nuestra tradición hispana se emparenta con la Ley de las Siete Partidas, 1265. Para la cultura inglesa, con la Carta Magna, 1215, y el Bill of Rights, 1689. Para la historiografía francesa, con la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, 1789.

Elevando la experiencia lejana y cercana a conceptos, el Preámbulo establece que "la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos", que "el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia" y que es "la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias", para lo cual resulta "esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión". Y tras otros Considerandos, indica que para la paz de los pueblos "una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia" y "proclama la Declaración como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades".

Merece repasarse el texto entero con la unción del aniversario, pero, además, con la voluntad en ropa de trabajo, porque la Declaración sigue valiendo e inspirando para responder a las infamias actuales. Y porque Ihering tenía tanta razón cuando en el siglo XIX enseñaba que el Derecho solo existe como lucha por el Derecho, que hasta la propia Declaración Universal se aprobó entre forcejeos. La votaron 48 naciones. Dos se ausentaron: Honduras y Yemen. Y se abstuvieron 8: Sudáfrica por sostener la desigualdad racial; Arabia Saudita por rechazar la paridad de la mujer y el hombre; y Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, la URSS, Ucrania y Bielorrusia por obedecer a Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, que se hacía llamar Stalin. En 58 países, 10 pegaron el esquive.

En ese contexto, el Uruguay aportó doctrina y pasión por el valor de cada persona. Al regresar del cónclave, el Maestro Justino Jiménez de Aréchaga bien definió que "Uruguay es una comunidad regida por un sistema jurídico-político que reposa en el concepto de que todo bípedo implume es un hombre". Sí: todo nacido vivo es humano y genera derechos. Pero, estremecido, relató el ilustre jurista: "Asistiendo a los trabajos de la III Asamblea de las Naciones Unidas que se reunió en París… pude comprobar que esta sencilla noción… está muy lejos de haber alcanzado universal vigencia".

Y explicó: "De los cincuenta y ocho hombres que contribuimos a redactar aquella Declaración de Derechos, cuando consagrábamos la libertad de opinar, la libertad de reunirse, la libertad de asociarse, la libertad de trasladarse, el derecho a constituir una familia, a establecer una iglesia, a participar en el gobierno de la comunidad, a adquirir propiedades, a trabajar, a la protección contra el arresto arbitrario y la pena infamante, no más de cinco entendíamos proclamar tales derechos y libertades sin reserva mental alguna, para que de ellas gozaran todos los bípedos implumes, sin diferencias o restricciones impuestas por raza, nacionalidad, sexo, confesión religiosa, nacimiento, clase social o bandera política".

El mundo sigue hoy demasiado parecido a eso que vio el Maestro. Y nosotros caímos abrupto. Repasar a qué empíreo había ascendido la idealidad nacional y toparnos hoy con la miseria espiritual y material institucionalizada, nos amarga pero nos desafía. Y sobre todo, nos impele a luchar cuerpo a cuerpo contra la violación a los derechos que se perpetra con la indiferencia cómplice de los Ministerios competentes y de la mayoría regimentada que sostiene a quienes detentan el poder.

La Declaración no es un conjunto de palabras bonitas que lleva el viento sino un mandato para sacudir la indiferencia y recomponer el alma ante la repetición de atropellos viejos y ante la irrupción de nuevos. La humanidad se vacía y se despeña cuando retrocede la comprensión lectora, cuando la cibernética impone respuestas sin rostro y sin apelación, cuando se discrimina a la tercera edad en el trabajo, en el crédito y hasta en los afectos naturales…

Y cuando todo se distorsiona en un mar de relativismos, al punto de que aparezcan como adalides de los derechos los mismos que apañaron antes yapadrinan ahora los peores atropellos.

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