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Una Semana sin Turismo

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LEONARDO GUZMÁN
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La República dejó legalmente atrás la Semana Santa y vivió su primera Semana de Turismo entre el 29 de marzo y el 4 de abril de 1920. ¡¿Quién iba a decir que el centenario de esa original mutación íbamos a conmemorarlo sin turismo?!

Cuando entró a regir la Constitución de 1918 -que separó al Estado de la Iglesia-, enseguida se promulgó la ley 6997, que a la Navidad pasó a llamarla Día de las Familias y al Día de Reyes o Epifanía lo rebautizó como Día de los Niños. Esos nombres no prendieron. Nadie los usa.

En cambio, logró éxito el membrete que se le aplicó a la Semana Santa: sin nombrarla, la ley dispuso que “la sexta semana siguiente a la de Carnaval” pasara a llamarse oficialmente Semana de Turismo. Todo un éxito de marketing, que acuñó colaterales -Semana Criolla, Semana de la Cerveza-, que inculcó al país el hábito -único- de parar diez o doce días para irse y que nos clavó en el oído la marcha y el relato gritado de la Vuelta Ciclista.

La ley sigue vigente y se cumple como costumbre. El turismo pesa en el PBI. Hace décadas, tiene Ministerio propio. Pero por obra del virus chino, los cien años de ese invento nacional nos han llegado entre restaurantes cerrados, intendentes que exigen que nadie les visite sus lares, policías que atajan a los viajeros para pedirles que regresen y un Estado que pugna para que todos salgamos de casa lo menos posible.

De sopetón, hemos sido llamados a compartir una porción importante de los mayores males que afligen al mundo y a afrontarlos con fuerzas propias, no solo por los riesgos de salud del Covid-19 sino por las consecuencias deletéreas que la paralización está deparando para el quehacer médico, el funcionamiento institucional de la Justicia, las fuentes de trabajo, la cadena de pagos y un sinfín de otros rubros que no se arreglarán con solo diferir los vencimientos. Por todo eso no podemos festejar los 100 años de la Semana de Turismo con la actitud distendida y la atención flotante del turista.

Tras haber soportado que se debilitasen las raíces de casi todo, haber visto descaecer los principios y haber quedado prisioneros de interpretaciones deterministas, de golpe la vida despertó al Uruguay, lo convocó a compartir fraternalmente las zonas más altas del sufrimiento y le impuso buscar -aunque sea a tientas- respuestas para temas que son nuestros, pero son de la humanidad entera.

En un país donde el corporativismo y el fanatismo hicieron estragos, de un mes al otro quedamos enfrentados a interrogantes existenciales, de fondo; y después de haber perdido tiempo y vida en tolerar disparates, fuimos sacados de la Semana de pachanga que nos habíamos inventado y fuimos propulsados a la sede superior de lo universal.

Cualquiera sea la ladera religiosa o filosófica por la que intentemos el trabajoso ascenso, deberemos encontrarnos y abrazarnos en el espíritu, entendido no solo como estado del ánimo sino como fuente de sentimientos, libertad creadora de razones y sede de la voluntad.

Puesto que no nos basta vivir en mínimos basales y ya comprobamos que lo virtual no reemplaza lo real, recorriendo las fronteras de una tragedia, el Uruguay laico recupera su sed de una resurrección personal y colectiva que lo haga reencontrarse consigo mismo.

Afuera o en casa, abrazar esa causa es el mayor Turismo de Aventura que podemos proponernos.

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