De hecho no hay Juzgados. Funcionan las sedes penales en las pocas competencias de que no los despojó el actual Código del Proceso, funcionan Violencia Doméstica y urgencias específicas. A puertas cerradas se trabaja.
Pero desde el 24 de marzo tuvimos tres días inhábiles y luego seguimos con Ferias Extraordinarias a extenderse hasta el viernes 14 de mayo. Como el lunes 17 va a ser feriado en conmemoración anticipada de la Batalla de Las Piedras, se estima -por ahora y sin perjuicio- que los tribunales volverán a vivir -atender público, recibir escritos, computar plazos, todo bajo protocolo- recién el martes 18.
Desde el 25 de diciembre hasta esa fecha habrán corrido 144 días calendario. De ellos, 38 los habrá insumido la Feria Mayor y 55 la actual Feria Sanitaria. Total, 93 días de inactividad: mucho más de la mitad, exactamente el 65%.
Todos sabemos que este desbarajuste no fue un modelo buscado. Fue un resultado impuesto por la necesidad de evitar que la gente se juntase cuando el Covid-19 arreció. Hecho explicado, consumado y aceptado. Pero si queremos ser ciudadanos sensibles, no debemos tomarlo como método ni como línea de respuesta para el caso, nada descartable, de que la desgracia se prolongue o recrudezca. Es que sería una irreverencia no sentir todo lo que pierde un Estado sin servicio inmediato y personal de Justicia y todo lo que afecta al ciudadano común enterarse de que no tiene a dónde acudir para defender sus derechos y saber que se le regalan plazos a los litigantes de mala fe.
El Covid-19 nos trajo dolores, sacrificios y destratos muy duros. Los de nuestro Uruguay fueron menos que los que hubo en las naciones donde encerraron a todos y bajo los gobiernos que se dejaron estar. Tuvimos etapas sobresalientes. Y cuando llegó la adversidad mayor, estuvimos preparados: eso solo puede negarse por pasión enceguecida. SÍ: a pesar de todo el sufrimiento colectivo, aun entre dolores y lutos podemos erguirnos con serenidad y gratitud a notorios y anónimos servidores públicos que nos han defendido la salud. Pero las pérdidas que nos infligió la pandemia no merecen pasar inadvertidas. Mejor dicho: los ciudadanos no merecemos olvidar los costos morales y materiales del huracán biológico que nos rebanó vidas, nos cortó costumbres, nos alejó a todos de todos y hasta nos privó de servicios esenciales en Justicia y en salud.
No es cosa de resignarse, acostumbrándonos a vivir sin jueces. Eso es tan anómalo como lo es la falta de consulta médica presencial o el reunirse a educarse por zoom. Es empobrecedor, porque el diálogo a persona completa no puede reemplazarse por encuentros acotados, mochos, con imagen recortada y atención flotante.
Al Uruguay esta pandemia lo tomó desprevenido. Ya es tiempo de haber meditado y aprendido, creando defensas para convivir con la desgracia si se prolonga. “Ciencia, de ahí previsión; previsión, de allí acción” enseñó Comte, y no hace falta ser positivista para compartirlo. Debemos prever que esto dure mucho o que se repita con apellido Covid u otro parecido. Y debemos saber que el arte de vivir no consiste en paralizar sino en funcionar a pesar de todo, lo mejor que podamos.
Entonces, pongámonos en traje de fajina para crear maneras de guarecernos del virus y, al mismo tiempo, devolver a los servicios esenciales toda la vigencia y toda la calidad que merece su destinatario: la persona.